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NOTÍCIA

Nuria Espert y Lluís Pasqual, cara a cara

10/1/2004 |

 

Un puente aéreo lírico

La vida operística nacional vive una intensa semana. En menos de siete días Lluís Pasqual y Nuria Espert afrontan nuevas producciones en Barcelona y Madrid, respectivamente. El primero, se enfrenta en el Liceo el próximo lunes a Peter Grimes, la obra maestra de Benjamin Britten, con Josep Pons en el foso. La segunda, recrea la Tosca de Puccini en el Teatro Real, que supone también el debut de Ana María Sánchez en el papel principal, en el que se alternará con Daniela Dessí y Raina Kabaivanska. Además ambos montajes tienen en común a Ezio Frigerio y Franca Squarciapino, como responsables de la escenografía y los figurines. Con este motivo, El Cultural ha reunido a Espert y a Pasqual para reflexionar sobre las dificultades teatrales que conlleva la lírica, la realidad de la ópera en nuestro país y el polémico protagonismo de los directores de escena.

El 12 de enero, el prestigioso director catalán Lluís Pasqual presenta en el Liceu su visión de uno de los títulos más señeros del teatro musical del siglo XX, Peter Grimes de Benjamin Britten, cuya creación en Londres en 1945 supuso el inicio de la ópera inglesa moderna. Y, el miércoles, Nuria Espert, estrenará su primer montaje en el Teatro Real, Tosca de Giacomo Puccini, con el que la gran dama de la escena española prosigue su galería de retratos femeninos después de Madama Butterfly, Elektra, Turandot, La Traviata o Carmen. Paralelamente a estas representaciones protagonizará una lectura dramatizada de la obra de teatro que sirvió de inspiración al compositor, La Tosca de Victorien Sardou.

–Ustedes dos proceden del teatro dramático. ¿Les ha ayudado esto a la hora de enfrentarse a la ópera?
–Nuria Espert: Es indudable que cuando me acerco a mis cantantes lo hago como una mujer de teatro dramático, no como un director de ópera. Sin embargo, los tiempos son diferentes. En el teatro dramático, el proceso de reflexión se realiza también durante los ensayos, mientras que en la ópera tiene que ser previo. Esto exige una predisposición diferente. Soy una persona muy dialogante, y pienso que es de una gran ayuda que el artista que tienes enfrente aporte cosas, pero en la ópera esto tiene un margen muy pequeño (sobre todo, como es el caso aquí, cuando trabajas con tres repartos, y además preparas a los posibles sustitutos). En el teatro tienes más tiempo de alterar cosas, de descubrir tus propios fallos. En la ópera todo pasa a una gran velocidad.
–Lluís Pasqual: A mí me ha ayudado muchísimo, por supuesto. Los dos géneros se parecen, en el sentido de que en ambos se trata de contar una historia, en uno de ellos con un texto dramático y en otro con música. Sin embargo, hasta aquí llegan todas las posibles analogías. Ya el propio espacio donde se desarrollan uno y otro es diferente. En el teatro, existe una total proximidad entre el actor y el espectador, mientras que en la ópera hay un foso que traspasar, que filtra las emociones.

–En Peter Grimes y en Tosca, los personajes tratan de imponerse ante un entorno hostil. ¿Qué han querido resaltar en sus producciones?
–N. E.: Creo que Tosca es una mujer fuerte y luchadora, no una melodramática y sensiblera, que lleva una vida completamente al margen de los parámetros burgueses de la época. Me gusta mucho la obra, la he visto muchas veces, y siempre me ha sorprendido que la puesta en escena de esas torturas, de estas traiciones políticas de las que se habla, de la ferocidad de lo que se cuenta, esté más reflejado en la música que en la acción que se ve en el escenario. Muchos directores han tratado de reflejar la violencia y la crueldad de esta historia que estamos narrando, una historia de sangre, de prepotencia política, de abusos de poder extraordinarios. Me he agarrado a la historia y a la música, y menos a la teatralización que habitualmente se hace de eso. No sé cómo será recibido, porque estoy llegando a una cosa bastante extremista en la representación del poder. Quiero defender a Cavaradossi. Le veo como uno de los pocos artistas comprometidos en el mundo de la ópera.
Ll. P.: El protagonista de Peter Grimes es un individuo que trata de vivir fuera de las normas sociales que rigen la vida de una pequeña aldea de pescadores. He querido resaltar justamente eso. Britten ha creado un héroe contemporáneo, ambiguo y ambivalente. Peter Grimes es “el otro”, el que no está integrado en la comunidad. Tiene muchos de los rasgos del propio compositor. Britten fue también, de alguna manera, “el otro”. Tenía una ideología y una actitud vital muy concretas, era un hombre de izquierdas y homosexual declarado en esa sociedad postvictoriana que era la Inglaterra de los años 30. Creo que Peter Grimes es una metáfora del ser prejuzgado por esta sociedad. Simplemente me he encargado de subrayar ese aspecto.

Actores o cantantes
–¿Es más difícil trabajar con actores o con cantantes?
–N. E.: En mi experiencia, es más difícil trabajar con cantantes que con actores. Aunque ya no he conocido a los cantantes insoportables que decían a todo que no, quedan algunos restos, pero son los menos. En general, me he encontrado siempre con artistas de la ópera que pensaban que, si se les ayudaba, podían estar mejor, con lo cual me han facilitado mucho el camino. Yo me acerco a los cantantes como si fueran actores, y resulta sorprendente la calidad de la mayoría de ellos. Existe también el clásico “palo” que ni sabe ni puede hacer nada, y con el que no pierdo ni medio minuto; pero, en general, lo que realmente encuentras son ganas de actuar. El sentido común te dice que no debes pedir nada que se inmiscuya en lo que es el verdadero centro de su profesión, que es la voz. Dentro de eso, el campo que tienes es amplísimo.
–Ll. P.: Es muy distinto. En la ópera hay una circunvalación cerebral que está demostrada de manera científica. Cuando haces la escena de balcón de Romeo y Julieta en el teatro, le puedes dar un carácter melancólico, romántico o apasionado. Pero en la ópera, el compositor te ha dado una tonalidad determinada. La disciplina teatral en los actores es también diferente en los cantantes, porque partimos siempre del hecho musical.

–¿Y cuál creen que es la situación actual de la ópera en España?
–N. E.: Parece boyante, por cómo la reclaman las comunidades. Cuando viajo con La brisa de la vida, con Amparo Rivelles (dirigida, precisamente, por Pasqual), toda la gente me pregunta si podrá ver la Tosca. Me temo que no, aunque cada vez se hacen más funciones en los dos grandes coliseos, Madrid y Barcelona. El hecho de que las representaciones en el Real hayan ido aumentando cada año ha sido una sabia decisión, porque si no quizá no hubiese habido tanta demanda. Este año son catorce funciones de Tosca, dentro de tres años serán dieciocho, y las obras se reponen con otros precios, en otros momentos, y eso ayuda a dar a la ciudad mucha vida y mucha luz. El Real le da, como los grandes museos, mucha luz a Madrid. La cultura hace que las ciudades sean más grandes que su propia capacidad geográfica.
–Ll. P.: Si vemos la cantidad de espectadores que se sienten atraídos por ella, tenemos que pensar que la situación de la ópera en nuestro país es buena. En España siempre hemos tenido una excelente cantera de cantantes y, en ese sentido, parece que nuestra principal responsabilidad ha sido la de enseñar a cantar. Lo que no tenemos es esa tradición que existe, por ejemplo, en Italia, nos falta para llegar a ellos.

Crisis creativa
–Aunque Lluís Pasqual dirigió el estreno mundial de La vera storia de Berio, en general su trabajo está centrado en el repertorio operístico tradicional. ¿Creen que hay una crisis de creación en la ópera?
–Ll. P.: La vera storia fue una experiencia absolutamente extraordinaria. Era una obra muy compleja, pero, repito, la experiencia fue fascinante. El problema, en general, es que la ópera es una expresión del siglo XIX, y está básicamente centrada en ese periodo. Es como un mueble de anticuario, un buen mueble que podemos restaurar para que quede lo más perfecto posible, pero que como expresión tuvo su auténtica fuerza en el pasado. Y por eso es muy difícil revivirla como género.
–N. E.: Yo creo que existe una crisis de comunicación. Pienso que hay muy buenos compositores, pero que les cuesta mucho comunicar con el gran público. Yo nunca he dirigido eso que se llama música contemporánea. Y tengo que decir que tampoco he tenido la ocasión. Tal vez en el futuro las multitudes se den codazos para escuchar a los compositores de hoy. Pero por ahora no es el caso. La música contemporánea es ardua para los oídos del público actual. Como si todos siguiéramos buscando una emoción de algún tipo y la música contemporánea tuviera otras metas, quizá más intelectuales. Hablo como una profana. Si participase en un estreno sería un bonito desafío, pero el compositor tendría que tener mucha paciencia.

–¿Cuál ha la mejor experiencia de su trabajo en la ópera? Y ¿la peor?
–Ll. P.: La verdad es que llevo más de veinticinco años dirigiendo ópera y he tenido siempre magníficas experiencias. Pero creo que, de escoger una sola producción, sería Le comte Ory de este verano en el Festival de Pésaro, que se verá próximamente en el Comunale de Bolonia, y también Falstaff, tanto el que hice en Madrid como en Bruselas. Y mi peor infierno ha sido, sin duda, cuando dirigí en la Ópera de París, donde trabajaban dos mil personas a las que yo tenía que presentar cada mañana porque no se conocían entre sí. Controlar todo aquello exigía un pulso muy grande.
–N. E.: Yo también he tenido mucha suerte, y cuando las cosas marchan bien, te sientes muy agradecida. De quedarme con algo que me guste de verdad (cosa que me pasa en rarísimas ocasiones, como actriz y como directora), sería quizá la Elektra. Pienso que hice algo aparentemente muy sencillo pero muy expresivo, con mucha fuerza. Y lo que peor he dirigido, creo que fue Rigoletto, donde fui menos yo. No me encontraba bien, y aunque el reparto era magnífico, no quedé nada satisfecha con mi trabajo.

–Ustedes acostumbran a trabajar con un excelente equipo (el escenógrafo Ezio Frigerio y su mujer, la figurinista Franca Squarciapino…). ¿Les gusta cuidar especialmente el aspecto estético de sus montajes?
–N. E.: Para mí no es ya importante, sino decisivo para el resultado. Yo necesito de grandísimos colaboradores. Hay compañeros que son, en sí mismos, mucho más “totales” que yo, que sin los Frigerio no iría ni a la esquina. Porque ellos tienen la paciencia de esperar todo el proceso inicial, que es muy largo y pesado, y si se ponen nerviosos no me entero. Se esperan hasta que aparezca “la cosa”, eso que yo siento que soy capaz de hacer y que luego, en sus manos, empieza a crecer y a ser algo muy mejorado respecto a lo que yo podía haber concebido. Son absolutamente extraordinarios. Aunque, si no has acertado en tu criterio o el público no entiende la mirada que has querido dar a la obra, ni ellos pueden salvarte. Y luego está el maestro, que tiene una importancia muy superior a todo lo visual. Para mí, él es el que va a hacer que aquello se convierta en una noche única o en una más de las que todos hemos vivido. Tienen que darse tantas cosas (el reparto adecuado, etc.) para vivir eso que los grandes aficionados llaman una noche mágica, que se producen poco.
–Ll. P.: Me gusta que el aspecto visual del espectáculo esté tan cuidado como el musical. Hay una distancia de siete centímetros entre el ojo y el oído que yo trato de rellenar de la mejor manera posible, para que no haya divorcio entre ambos, y que los dos cuenten la misma historia. En la ópera, el espacio escénico que hay que llenar es inmenso. Hablamos de metros cuadrados y metros cúbicos, y más de un centenar de trajes. Todo hay que cuidarlo al máximo para que tenga una armonía interna.

–¿Qué ópera se negaría dirigir? Y, ¿cuál le encantaría?
–N. E.: Una vez me llamaron del Metropolitan de Nueva York, cosa que me hizo una ilusión enorme y me halagó muchísimo, para hacer Semiramide de Rossini. La estudié durante dos semanas, pero me pareció que no sabía qué hacer con ella, que me iba a salir algo muy convencional, y les contesté que no era una obra para mí. Dijeron que me mandarían la lista de las producciones de aquel año para que eligiese, pero nunca más se supo… Me gustaría dirigir Salomé de Strauss, no porque sea la ópera que más me guste del mundo, sino porque creo que tengo una buena idea, que me parece muy acertada y a la vez conflictiva.
–Ll. P.: Me han ofrecido muchísimas veces dirigir Carmen, pero nunca he querido hacerla. Creo que no es una buena idea pedírselo a un español, ni tampoco pedírselo a un extranjero. Es una ópera demasiado española, y también una ópera demasiado francesa. Uno de mis mayores deseos es dirigir Don Giovanni, un sueño que se cumplirá finalmente en el 2005 en el Real.

–¿Alguna vez han sentido ganas de abandonar algún proyecto, por desavenencias o tensiones con el director musical o con los cantantes?
–N.E.: Sí, no voy a negarlo, alguna vez he tenido ganas de irme a casa y de llorar por teléfono. Pero no voy a decir cuándo.
–Ll.P.: No, nunca he tenido desavenencias graves. La ópera es un mundo muy tenso, pero, afortunadamente, las tensiones se acaban diez minutos antes de terminar el ensayo. Los directores de orquesta se dividen entre los que acuden a los ensayos de escena y los que no. Casi siempre he tenido la suerte de contar con los primeros, con aquéllos a los que les gusta la ópera como hecho teatral, y es en los ensayos donde se cocina realmente el espectáculo. He tenido problemas concretos en una ocasión, con Angela Gheorghiu en La Traviata del Festival de Salzburgo, pero no fui yo sólo sino toda la compañía, desde Muti hasta Bruson, y nos fuimos todos.

–¿Qué sienten cuando, después de meses de ilusión, los resultados no son los inicialmente deseados?
–N. E.: Cuando las cosas no gustan al público o a la crítica, y tú mismo, cuando lo ves hecho, te das cuenta de que no es lo que habías soñado, sientes una ligera decepción, pero, repito, no te dura mucho.
–Ll. P.: Reconozco que recibir una pitada es bastante humillante. Lo que también ocurre es que planteas veinte cosas y se hacen cinco. Pero, a cambio, tienes la gran ventaja de que el director de escena está pero no está. En realidad, tú estás en las tres primeras semanas de ensayos pero luego ni te nombran, se pasa el testigo al director musical. Insisto en que, si algo hay que sacrificar, es en detrimento del aspecto visual, nunca del musical. Un sordo nunca va a ir a la ópera, pero un ciego sí.

–Muchos cantantes se quejan del divismo de los directores de escena, ¿hasta dónde llega su libertad?
–N.E.: Yo no soy de las que piensan que todo se puede hacer, pero creo que hay muchas cosas que se pueden y se deben hacer. Brecht decía que él quitaba el polvo que se había depositado sobre Shakespeare cuando hizo su adaptación del Coriolano. Los grandes directores, de Brook a Strehler pasando por Ronconi, se han tomado unas enormes libertades, pero nunca creo que hayan ido en contra del compositor. Yo nunca iría en contra del compositor. Pero he visto muchos montajes contemporáneos que me parece que no tienen ningún sentido, y también he visto atrevimientos llenos de belleza y de respeto. Me puedo aburrir a muerte con un montaje perfecto, convencional, pero pasármelo muy bien cuando una persona ve la historia de un modo diferente. No se puede establecer una regla. Pero sí añadiré una cosa: actualmente hay mucho “camelo” que, de pronto, es alabado y hasta exigido por parte del público y de los críticos, y que creo que pasará, pero en medio de todo eso hay grandes directores de teatro que transforman la obra en algo más contemporáneo y comprensible, más emocionante y bello de lo que sería el montaje ideado hace ciento y pico de años por alguien que vivía en otra sociedad.
–Ll. P.: El compositor escribe en la partitura sobre unos pentagramas que son caminos de libertad. No creo que dentro del fenómeno operístico se pueda hacer todo. Lo más importante es explicar la idea que el libretista y el compositor han querido transmitir. A mí me gusta forzar las cosas. Pero ha habido ejemplos maravillosos de cambios radicales con resultados fantásticos. El propio Rossini era capaz de emplear una misma música con dos textos totalmente distintos, como ocurre con Il viaggio a Reims y Le comte Ory.

Escandalizar al espectador
–Últimamente, en el teatro y, en consecuencia, también en la ópera existe una moda de escandalizar al espectador, provocarle a cualquier precio, incluso con la violencia.
–Ll. P.: A mis 52 años, yo ya no siento la necesidad de escandalizar. Pienso que se trata de una crisis de adolescente, y que el teatro de ópera no es el sitio adecuado para ello. Hay que mantener una actitud ética. Lo verdaderamente difícil para un director de escena es darle a ese título el vigor que tuvo en su momento. Por ejemplo, La Traviata fue un auténtico revulsivo cuando se estrenó, tenía la fuerza de lo prohibido, y ahora se toca hasta en las bodas y comuniones. Tenemos que quitar esa pátina del tiempo, cosa que resulta bastante difícil, para hacer que vuelva a tener esa fuerza. Pero hay que saber hacerlo muy bien, porque cuando es algo artificial se nota mucho y ya no es válido.
–N. E.: Yo creo que, cuando lo que quiere el director es enojar al auditorio para obtener unos réditos determinados, para que no le digan que es convencional o para que se note que tiene 35 años en vez de 50, eso, efectivamente, se nota mucho y no suele valer nada. Cuando, por el contrario, la revulsión viene de dentro, no importa que lo que se ve en el escenario, de pronto, no sea tan bello o tan obvio como lo que el autor pidió en sus acotaciones. He visto muestras de ambos comportamientos y para mí son muy evidentes, pero parece que para el público y la crítica, no. Hay una parte del público que celebra estos excesos vengan de donde vengan, del cheque o del corazón, y también críticos que se aburren con un espectáculo maravillosamente hecho y de una delicadeza y un gusto extraordinarios, porque creen que lo que ocurre en una iglesia tendría que pasar en un burdel aunque no tenga niguna explicación.

Rafael Banús
El Cultural

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