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En la ópera con Eric Hobsbawm

20/1/2011 |

 

 

Imagen de la representación de 'El barbero de Sevilla' por la Royal Opera House de Londres.

El reloj se acerca a las siete en punto y la orquesta ultima en el foso la afinación. La Royal Opera House repone 'El barbero de Sevilla' y el público ocupa sus localidades a la carrera. Por entre la marabunta de la platea, avanza un personaje singular. A cámara lenta, encorvado y con un bastón, el anciano camina como si no fuera a llegar a su asiento pero no quiere ayuda. Reúne sus fuerzas antes de dar el siguiente paso y se deja caer en la butaca justo antes de que se levante el telón.

No es un espectador anónimo sino Eric Hobsbawm: santón de la izquierda británica e icono de la historiografía moderna. Lo acompaña su esposa Marlene Schwartz, que le coloca el jersey con ternura y le ayuda a quitarse la parca verde. Hobsbawm está más delgado si cabe que cuando lo vi por última vez y tiene un derrame en el pómulo. Lleva unos pantalones caquis, una gorra de marinero y un pañuelo rojo en el cuello.

El historiador no suele airear su interés por la ópera. Su autobiografía 'Interesting times' no contiene menciones y en uno de sus libros se refiere a los templos operísticos como "símbolos de status colectivo" de la burguesía en el siglo XIX. Detalles que no fueron un obstáculo para que disfrutara de la partitura liviana de Rossini y de su reencarnación en el montaje de anoche.

"Es una producción muy buena", susurró Hobsbawm su esposa antes de salir a airearse en el entreacto. Y es cierto que lo fue. En parte por la escenografía de Moshe Leiser y Patrice Caurier, que explotan la estética del cómic y los dibujos animados. Y en parte por el talento de la soprano polaca Aleksandra Kurzak: una estrella emergente que aúna pureza vocal y magnetismo escénico.

Habrá quien piense que Hobsbawm se durmió al calor de las oberturas de la orquesta o de la interpretación anodina del tenor estadounidense John Osborn. Pero el historiador siguió la obra con interés y aplaudió con brío las arias desde su asiento en la fila 'U' de la platea.

Al final esperó a que se despejara el teatro y se preparó para salir. Un ujier le prestó una silla de ruedas y le puso en manos de su esposa, que lo dejó por unos minutos en el vestíbulo mientras iba a por el coche.

Al principio el historiador intentó abrocharse la parca. Luego sacó del bolsillo la 'London Review of Books' y se puso a leerla con fruición. Un cuarto de hora después, volvió su esposa y lo montó en un Golf. A sus 93 años, Hobsbawm se iba satisfecho. Nunca es demasiado tarde para pasar una noche en la ópera.

Eduardo Suárez
El Mundo

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