4/11/2010 |
Antes de que acabe el primer acto, por escena desfilan una muerte natural, un suicidio y un crimen
Temperamental e indolente como una auténtica Lulú. Con ese talante tomó anoche Patricia Petibon el escenario del Gran Teatre del Liceu. Costaba imaginar cuán duro había sido el ejercicio de fortaleza psíquica –y física– al que había tenido que enfrentarse la singular soprano francesa en su debut liceístico para hincarle el diente a uno de los personajes lírica y teatralmente más complejos del repertorio operístico: ese vómito existencial que lleva a cabo el personaje de Frank Wedekind, transformada aquí en la femme fatale del dodecafonismo. Cerrada ovación le dedicó un agradecido público en el Liceu, el que no había desertado a lo largo de las cuatro horas de espectáculo.
Porque esta ópera de Alban Berg (1885-1935), que junto a Wozzeck señala la contribución del compositor vienés al teatro musical de su época, sigue siendo de difícil digestión. Sobre todo para el elenco. La escribió al final de su vida –anoche se pudo ver la versión en tres actos, completada por Friedrich Cerha y estrenada en el Liceu en 1987– refundiendo las dos tragedias de Wedekind, La Caja de Pandora y El espíritu de la Tierra, de las que aprovecha parte del texto, su idea general y algunos personajes, entre ellos la voraz Lulú.
Hipnótica y descreída Lulú, rodeada de feriantes, vedettes, empresarios, artistas o periodistas, príncipes y cabezudos... Todo ello en la puesta en escena coral transportada a la actualidad y en la que Olivier Py, el rompedor director del Teatro Odeón de París, vuelca los trazos y la paleta de colores del expresionismo alemán, echando mano de una estructura en constante cambio y de unos recursos narrativos que en ocasiones quedan sólo al alcance de los muy conocedores.
Eso sí: con el sexo por delante. Patricia Lulú Petibon irrumpe en escena en pleno desnudo integral –cubierta por unas mallas color carne– en lo que, se supone, es el estudio del pintor en el que posa para el artista, aquí venido a fotógrafo. Mientras éste la fuerzasexualmente, un hombre y una mujer practican sexo junto a la ventana de un edificio de pompas fúnebres. O la tienda de novias luce los trajes de boda, junto a una feria de increíbles y tristes criaturas. Puro cabaret.
–¿Te gusta?– le preguntaba un espectador a otro en el segundo piso del Liceu.
–Mucho– respondía aquel.
–Vaya, quién te ha visto y quién te ve.
Podría decirse que la Lulú de anoche supuso un antes y un después para la audiencia lírica de coliseo barcelonés por lo que al sexo y la escatología se refiere, pues apenas sonaron abucheos. Parte del público se mostraba añorado de un mayor minimalismo en la puesta en escena en aras de poder centrarse en la hermosa y compleja partitura de Berg, dirigida aquí por Michael Boder. Otra parte degustaba el agitado ir y venir del montaje escenográfico: un monumental cuadro que habla de una sociedad entregada a la enfermiza búsqueda de estímulos y sórdidos placeres.
Del dodecafonismo de la partitura se había contagiado Olivier Py. Con imágenes pornográficas incluidas, cuando en el tercer acto recreaba un cine porno rodeado de peep shows y prostíbulos con una pantalla gigante proyectando la carnalidad en primer plano de una película pornográfica, en la que había más mecánica que placer: una pulsión física desconectada del deseo. Una licencia que obligó al Liceu a colgar la advertencia: "Espectáculo no recomendado para menores".
En todo caso, las imágenes estaban suficientemente difuminadas como para sofocar cualquier escándalo. Y el hecho de ser enlatadas las hacía más inofensivas que los cuadros de erotismo entre dominadores y dominados en los que la supuesta depredadora sexual que es Lulú aparece más bien como una superviviente, sucesivamente abusada, estéril de sentimientos. Muere su primer marido de una crisis cardíaca al descubrirla con el pintor. Se suicida éste por similares razones. Mata Lulú al tercero para salvar su vida... y avanza la alegórica sangría hasta que Jack el Destripador disfrazado de Papá Noel acerca el filo de su navaja a Lulú, ya reducida a vulgar prostituta. Y sucumbe ella cual Cristo sufriente. Mi alma, reza en alemán el último rótulo de neón. Y quedan en la memoria otros: Soy libre, Odio el sexo,Miedo y deseo.
MARICEL CHAVARRÍA
La Vanguardia