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Bayreuth, infestado de ratas

27/7/2010 |

 

El director del 'Lohengrin' de Wagner transforma el coro de 90 personas en ratones que salen por todas partes en una polémica escenografía inaugural de Neuenfels.

 

Noventa ratas: cuarenta negras, cuarenta blancas y diez de color de rosa ocupan la mayor parte del tiempo del Lohengrin con el que se ha inaugurado el Festival de Bayreuth de este 2010, una ejecutoria que convierte en clásica y respetuosa la aventura con que nos obsequió Konwitschny en el Liceu hace algunas temporadas.

Aquellos, aunque traviesos, eran seres humanos; en la llamémosle versión de Neuenfels son los noventa del coro vestidos de ratas, con ojos rojos luminosos, enormes colas móviles y zapatillas de color carne en forma de patas. Salen de todas partes, se mueven casi sin cesar y de vez en cuando se quitan el atuendo ratonil y unos operarios con guardapolvos azules los cuelgan ordenadamente en perchas que se elevan durante un rato por encima del escenario.

¿Cuál es su misión? No se sabe muy bien, pero en un momento uno de esos ratones esgrime un cuchillo y amenaza al rey Enrique, sin que se sepa por qué. Claro que tampoco sabemos por qué la narración de Wagner nos hace surgir del río Escalda al Caballero del Grial que ha venido a defender (¿por qué?) a Elsa von Brabant acusada (¿por qué?), etcétera, etcétera. Los ratones se congregan para asistir a la boda de Elsa y Lohengrin, y cantan compactamente las dos marchas nupciales: la del fin del segundo acto y la más conocida del tercero.

Al menos en el dúo de amor de Lohengrin y Elsa de ese tercer acto descansamos un ratito de ratones, pero luego resulta que el malvado Telramund, que ataca al héroe, se ha convertido también en malvada rata.

Sólo en la escena final, cuando Lohengrin nos explica quién es (en el otrora famoso racconto) se despojan las ratas de sus pieles y se convierten en los miembros del espléndido coro.

El vestuario, salvo los trajes de boda de Elsa (blanco) y Ortrud (negro), ronda la cursilería, sobre todo el conjunto de damas de honor que, incluso cuando no son ratas, llevan unas inmensas colas de quita y pon.

Como suele suceder con estos directores, la coartada es que los intérpretes vocales son espléndidos, lo que mitiga el malestar del público ante tanto roedor suelto (aunque hubo algunas risas e incluso un conato de protestas con la marcha nupcial).

Jonas Kaufmann es un tenor sensacional, que canta con toda la potencia que el papel principal requiere, pero que además realizó verdaderos prodigios de media voz en las frases amorosas de sus diálogos con Elsa, tanto en el segundo como en el tercer acto, con una de las interpretaciones más elegantes que he oído en este papel.

Annette Dasch cantó muy correctamente, pero tuvo menos personalidad escénica y en algunos momentos se le impuso su rival, la malvada Ortrud, que fue espléndidamente cantada por Evelyn Herlitzius (con alguna protesta injustificada de unos pocos); el Telramund de Hans-Joachim Ketelsen fue adecuadamente expuesto por el cantante, mientras que el Rey (vestido de indigente con corona y casi harapiento) fue correctamente cantado por Georg Zeppenfeld. El coreano Samuel Youn causó muy buen efecto como Heraldo.

Ya hemos comentado la perfección del coro; menos brillante resultó la orquesta en el comienzo, con algunos y ostensibles fallos, y el maestro Andris Nelsons no acabó de centrarse del todo hasta el famoso preludio del tercer acto, que resultó de calidad discográfica.

Neuenfels estará satisfecho: obtuvo la bronca que hoy en día es el mejor título de gloria al que aspiran los directores de escena que no tienen otra coartada que el escándalo: al término de la función salió con todo su equipo y también solo a recoger el entusiasmo del público. Neuenfels, de 69 años, antaño uno de los jóvenes salvajes del teatro alemán, encogido de hombros, arrojó besos al dividido público, entre el cual se encontraba la canciller alemana, Angela Merkel, que le dedicó un aplauso encendido. Las dos directoras del festival, Katharina Wagner y Eva Wagner-Pasquier, acudieron a su vera, sobre el escenario.

Roger Alier
La Vanguardia

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