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El misterio de Wagner

7/3/2010 |

 

El Anillo del Nibelungo era la apuesta de la temporada en la Ópera de París. No se representaba integralmente desde 1957 –lo hizo “Kna”-, puesto que la intentona de los años setenta se malogró en plena faena cuando Georg Solti desertó de “La valquiria”. Ni al maestro, ni al público ni a la crítica, les complació la concepción escénica de Stein y Gruber.

Tres décadas largas depués, la decepción permanece como una seria amenaza. Es prematuro llegar a conclusiones porque únicamente se ha estrenado el prólogo de la tetralogía –“El oro del Rin”-, aunque parece difícil que Philippe Jordan, director musical, y Günter Kramer, director escénico, encuentren en el porvenir lo que no han hallado ahora: el misterio, la atmósfera.

Uno y otro sustantivo los empleaba –y los invocaba- Willhelm Furtwängler para resumir las mayores dificultades del “Anillo”. Que además son intangibles, incluso abstractas. Decía el maestro germano que “Tristán” y “Los maestros cantores” se le antojaban más abordables porque ambas tenían un centro de gravedad, un eje, mientras que la tetralogía se apoyaba en cuestiones atmosféricas y en una suerte de engranaje teatral-inmaterial.

Desde esta perspectiva, el trabajo de Jordan y de Kramer, aún diferente en el enfoque, comparte una misma frustración. Les ha faltado a ambos razones y energía para involucrar al espectador. Jordan pareció contentarse con una versión escrupulosa y contenida. Y Kramer pareció satisfecho con la degradación de “El oro del Rin” a un Valhalla de metacrilato.

Los dioses se desdoblan en miserables criaturas corruptas, el maltrato de los nibelungos redundan en los mayores tópicos de la explotación laboral y los gigantes wagnerianos lideran una improbable milicia de guerrilleros revolucionarios. Banderas rojas incluidas.

Kramer abusa de la descripción escénica y sorprende a los espectadores con un discutible epílogo filonazi o protonazi. Atléticos muchachos de blanco escalan los graderíos hacia el sol en pantalón corto, más o menos como si quisieran evocarse las películas que Leni Reifenstahl concibió para la exaltación aria en la propaganda hitleriana de los Juegos de 1936.

Es en cambio un gran acierto la idea de convertir al personaje de Loge en un cabarerista crepuscular, como es un mérito haber reunido un cast homogéneo. No tanto por las limitaciones de Strukcmann (Wotan) como por la calidad de sus adláteres. Particularmente la sensualidad de Sophie Koch, la autoridad vocal de los gigantes (Iain Paterson et Günther Groissböck) y el excelente rendimiento tenoril de Kim Begley.

Se le aplaudió con intensidad a Jordan y hubo división de opiniones para Kramer, aunque el veredicto más despiadado me lo confió un buen amigo franco-melómano: en lugar de “L’’or du Rhin” (El oro del Rin) parece esto “L’or du rien” (El oro de la nada). Exageraba.

Rubén Amón
Blog de pecho

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