4/8/2009 |
El plato fuerte del actual 98° Festival wagneriano, «El anillo del Nibelungo», se ha servido con un resultado escénico, orquestal y canoro dispar. La escenografía se presenta inalterada, aunque a la parte actoral, dentro de su sequedad, se le ha conferido más dinamismo y cierta humanización. Al mismo tiempo se redujeron las banales citas de cotidianidad, con las que el octogenario dramaturgo Tankred Dorst intenta plasmar su idea básica de la presencia, marginal e ignota, de los dioses en nuestro mundo. Esto, más la cesión de la primacía escénica a la música, motivó quizá que a diferencia de otros años no fuese abucheado.
En el primer acto de «Sigfrido», la casa-taller de Mime es un aula escolar, donde el gamberrete Sigfrido se dedica a escarnecer todo simbolismo cultural. En el segundo, ante la cueva del dragón, vemos un bosque con árboles truncados por una autopista sobre pilones, y en el tercero se repite el imponente decorado de la «roca de las walkyrias». Pero incluso sin cacharrería escénica, con la simple matización de la oscuridad nocturna, se logra un impresionante vacío espacial en el que Dohmen (imponente Wotan) y Mayer (sensible y sucinta Erda, también luego como Waltraute) parecen suspendidos en la noche de los tiempos. Un cuadro sencillamente perfecto que encarriló el decurso musical de este tercer acto, interpretativamente el más impactante de toda la tetralogía. En el «Ocaso de los dioses» sólo hay realmente un decorado propio: el entramado funcional de pilares de hormigón y escaleras que simulan el palacio de los gibichungos.
Hubo dos sustituciones relevantes en los personajes de Sigfrido y Mime. Ninguno de ellos hizo olvidar a los sustituidos. «Sigfrido» comienza realmente con dos Sigfridos en escena, uno de ellos ya jubilado (Schmidt), que por cierto ostenta el récord de actuaciones en Bayreuth y que gestual y vocalmente no logra enfundarse el nuevo personaje en el que ahora debuta. En sus últimos años era un Sigfrido vociferante y ahora es un vociferante Mime. El otro es el reaparecido Franz, que comenzó cantando relativamente bien dispuesto y sin grandes fallos, pero también sin brillo. Luego su línea de canto resultó algo atropellada y poco matizada. Supo administrar sus reservas mejor, pues antes llegaba literalmente «quemado» a la endiablada última escena del tercer acto. En las zonas altas de la tesitura el aire se enrarece, su voz tiende a desequilibrarse y perder tono.
Orfebrería orquestal
En su pareja, Watson (Brünnhilde) resulta incomprensible la propensión a desgañitarse, pues al tiempo que grita, desafina, mientras que en los pasajes líricos su timbre y línea de canto son muy aceptables. Todo el ciclo se ha cantado con exceso de decibelios en perjuicio de la tersura del fraseo y de la consiguiente comprensión textual. Si hay en el mundo un teatro que prime la suavidad sonora es, debido a su legendaria acústica, éste de Bayreuth. Thielemann lo demostró día tras día con la orquesta.
El acompañamiento orquestal fue de gran precisión, transparencia de planos y labrado de la textura motivística, con un refinado control dinámico y desarrollo fluido sin ampulosidad, tanto en los breves intersticios instrumentales durante las pausas del canto como en los interludios sinfónicos y tutti orquestales.
Al final, aplausos y ovaciones para todos: diferenciados para los cantantes pero unánimes, frenéticos y más clamorosos para Thielemann, la orquesta y el coro. Como siempre.
OVIDIO GARCÍA PRADA
Abc