24/1/2009 |
Los dos directores fijan posturas a pocos meses del relevo en Valencia.
A muy poco de que expire el contrato que durante los últimos años ha vinculado a Lorin Maazel al Palau de les Arts valenciano, Valery Gergiev se perfila como fiable sustituto. Un cambio de rumbo apreciable esta semana en las propuestas orquestales que lideran sendos directores. Maazel se situará al frente de la Filarmónica de Viena en el XXV Festival de Música de Canarias mientras Gergiev acudirá con la Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petesburgo a Valladolid, Madrid y Barcelona.
Valery Gergiev (Moscú, 1953) se vislumbra co-mo sucesor de Lorin Maazel al frente de las huestes valencianas. Un recambio de categoría que redunda en la megalomanía del coliseo levantino y que implica igualmente una resaca benefactora en términos musicales. Gergiev, en primer lugar, va a emplearse y sudar bastante más de cuanto lo ha hecho hasta ahora el aristocrático maestro norteamericano, aunque las principales ventajas del fichaje ruso no consisten tanto en el arraigado estajanovismo del sujeto como en la solvencia de fontanero e ingeniero en las oscuridades del foso. Es Valery Gergiev, esencialmente, un concienzudo director de ópera. No por discutirle su fama en la superficie de las salas de conciertos, sino porque el coloso osetio ha currado como un nibelungo para ganarse el derecho al oro y la púrpura. Tanto en la periferia caucásica –el exilio de Armenia– como en el Teatro Mariinsky de San Petesburgo. Fue allí donde Gergiev comprendió las coordenadas de la salida postsoviética. Tuvo a su favor la alianza discográfica del sello Philips. Y vino a ayudarle providencialmente un filántropo, Alberto Villar, que lleva puesto ahora un brazalete penitenciario en su loft neoyorquino a cuenta de sus desmanes financieros y de sus mayúsculos desfalcos. Lo arrestaron unos cuantos años antes de precipitarse la actual crisis, aunque Villar, cubano exiliado en Estados Unidos, se jactaba de haber entregado a la ópera unos 300 millones de dólares, incluidos los que han servido para remozar la Casa de Mozart en Salzburgo e instalar el sistema de subtítulos del Liceo barcelonés.
Gergiev no olvida al mecenas. De hecho, Villar reconocía en una entrevista a Le Monde que el maestro ruso era la única estrella que se interesaba por él y la única amistad que le enviaba dinero para los gastos elementales. Viene a cuento la anécdota para demostrar el sentido de la lealtad del presumible fichaje valenciano. Sus detractores le acusan da haber formado una especie de lobby caucásico –toda su familia proviene de Osetia–. Y le reprochan haberse enmarañado en una amistad maléfica con Putin. El primer ministro ruso, otrora presidente, estuvo a la vera de Gergiev para colocar en órbita el Mariinsky. No sólo por los méritos que se había ganado la compañía. También porque Putin era el alcalde de San Petersburgo y pretendía convertir el teatro esmeralda –antaño llamado Kirov– en el antagonista del Bolshoi, emblema decadente del régimen comunista. Y les han ido bien las cosas a ambos desde que se aliaron a comienzos de los 90 junto al la orilla del Neva.
Es más, la gratitud de Gergiev a Vladimir y el sentido del patriotismo –es hijo de un oficial del Ejército Rojo– explican que el director de orquesta se haya comprometido con las hazañas bélicas de la soldadesca rusa. Sirva como prueba el concierto que ofreció en Tskhinvali (Osetia del Sur) el pasado mes de agosto con las huestes del Mariinsky. Estaba en curso el conflicto ruso-georgiano, de modo que Gergiev puso en escena la Séptima sinfonía de Shostakovich como si el efímero y arbitrario conflicto veraniego pudiera compararse al cerco nazi de San Petersburgo. “Para nosotros los rusos, la música es un acto político como cualquier otro”, decía Gergiev a Le Monde de la Musique. “En un país donde las creencias y las ideologías se han derrumbado es necesario encontrar la confianza. Y la música es uno de los caminos idóneos para hacerlo”.
Cantera Mariinsky.
Unos y otros intereses políticos en absoluto relativizan la categoría musical y artística de Gergiev. Su talento, su capacidad trabajo y su sensibilidad han convertido al Mariinsky en una cantera de voces de la que se abastecen los principales planetas del orbe. Los ejemplos más famosos llevan el apellido de Anna Netrebko y Olga Borodina, aunque la fuga de talentos hacia el dorado occidental –cantantes, maestros de foso– no ha deteriorado la solvencia de la compañía ni le ha privado de las grandes giras. La prueba está en que la lista de las 20 mejores orquestas del mundo recientemente establecida por la revista Gramophone colocaba a la agrupación del Mariinsky en el puesto 14, diez escalones por debajo de la plaza otorgada a la Orquesta Sinfónica de Londres.
Gergiev dirige a los británicos como maestro titular desde 2007 y su primera iniciativa ha consistido en la grabación integral de las sinfonías de Mahler. Pretendía establecer sus diferencias con su predecesor (Colin Davis). También quería presentar sus credenciales sin recurrir a los compositores más allegados de la patria. Especialmente Prokofiev, a quien Gergiev ha convertido en una suerte de compañero de viaje. “La primera lección musical de mi vida es la que todavía me acompaña hasta ahora”, evoca Gergiev. “Me la dio mi profesor, en Osetia. Se llamaba Anatoly Briskin y me dijo que dirigir no consiste en agitar la batuta. La cualidad esencial radica en tener fuego en el corazón. Hoy en día hay en el mundo buenos conciertos, pero perfectamente anodinos”.
¿Una alusión a Lorin Maazel? No exactamente, aunque es cierto que el vigente titular del Palau de les Arts parece haberse instalado en el conformismo. Un pecado considerable porque se trata de un maestro superdotado y de un prodigio técnico y de un genio polifacético. Tanto por la versatilidad de su repertorio como por sus curiosidades en el ámbito de la composición –ha estrenado recientemente su versión operística del 1984 de Orwell– y su más discutible condición de violinista. Dice que se marcha de Valencia para ocuparse de un festival de cámara en Castelton (Virginia), aunque a Maazel le ha tentado el dinero fresco de los Emiratos Árabes, allí donde se erige la nueva Mahagonny de Brecht, una babilonia de petróleo y de opulencia. Semejantes empeños redondean el cosmopolitismo del maestro y redundan en el misterio de la ubicuidad. Maazel, en efecto, se ha pluriempleado como pocos colegas, aunque su posición de privilegio en el podio –New Philarmonia, Cleveland, Pittsburgh, New York Philarmonic, Orquesta de la Radio de Baviera, Ópera de Viena, Orquesta Nacional de Francia– ha tenido como contrapeso la frustración de no haber podido suceder a Karajan en la Filarmónica de Berlín.
Genio de corazón.
Fue precisamente Karajan quien otorgó a Gergiev el primer premio de dirección orquestal que había promovido con su apellido. Sucedió en 1976, aunque el galardón en cuestión no alegró en exceso la carrera de la joven promesa. De hecho, tuvo que pasar sus años de galeras en la Orquesta del Estado de Armenia (1981-1988), más o menos hasta el día que le pusieron todos los galones en la compañía del Mariinsky. Veinte años después, el ruso se destaca como favorito a la sucesión de Lorin Maazel. No posee la facilidad ni el genio de su predecesor en el cargo, aunque el corazón de Gergiev, apreciado por los maestros de la Filarmónica de Viena, arde mucho más y garantiza toda la pujanza dionisiaca que esperan los melómanos valencianos. Solo una advertencia: “No dirijo con las manos, ni con la batuta. Lo hago con los ojos. Con la mirada. Cuando me aferro a la batuta tengo la sensación de que atrapo las notas. Y yo lo que quiero es liberarlas”.
Rubén AMÓN
El Cultural