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Enquesta

Incredulidad

21/4/2007 |

 

Esta semana se incluye en estas páginas un reportaje de José Luis Pérez de Arteaga sobre los últimos y recientes cambios en los podios de algunas orquestas de primera fila, fundamentalmente americanas. Alguno de los relevos es, cuanto menos, inquietante.

Poco hay que decir de la llegada de Charles Dutoit a Filadelfia, un maestro sólido con algunos repertorios de referencia. Sí apuntar que entre los candidatos se barajó el nombre de Rafael Frühbeck de Burgos, un español casi olvidado en su país y al que sólo le falta el apoyo de una gran agencia artística de contratación para hacerse con una de las orquestas que cuentan en el panorama internacional. Es el punto débil que le ha dejado en la cuneta un par de ocasiones en los últimos años. Tampoco de la de Ashkenazy a la segunda división de Sydney.

Más dudoso es el relevo en Pittsburgh. Manfred Honeck llega al podio de una agrupación que ha contado entre sus responsables con Klemperer, Reiner, Previn, Maazel y Jansons. Quien no ha conseguido hacerse un nombre de relevancia a los cincuenta años no tiene nada fácil conseguirlo después. Pero el aldabonazo lo ha dado el nombramiento del venezolano Gustavo Dudamel para la Filarmónica de Los Ángeles, sucediendo a un Esa-Pekka Salonen, de la misma edad de Honeck. A los veintiséis años, Dudamel apenas posee un disco – eso sí, con la DGG– con las sinfonías Quinta y Séptima de Beethoven. Si ya fue comentado el nombramiento de Salonen en 1992, cuando contaba con treinta y cuatro años, ahora se ha batido el récord. ¿Tiene sentido ceder a un joven de veintiséis años las riendas que tuvieron Klemperer, Mehta y Giulini?

Un titular no puede ir a una gran orquesta a aprender. Se puede apostar por la juventud, pero hay caminos intermedios para incorporarla con más garantías. Barenboim ha jugado fuerte y Abbado estará satisfecho. Mientras, Muti guarda silencio bien agazapado y pidiendo una fortuna por su incorporación a un proyecto. Sabe que Nueva York, Chicago y hasta Berlín precisan repuesto y apenas hay piezas.

Gonzalo ALONSO
El Cultural