Bieito envía a los personajes de Stravinsky a un 'chiquipark'
10/6/2006 |
"Es un artista provocador y muy discutido, pero también muy respetado. El problema es que le ofrecen óperas que no son las adecuadas, pero nosotros hemos elegido a la persona justa para la ópera justa". Calixto Bieito y La carrera del libertino de Igor Stravinsky son, respectivamente, el artista y la obra aludidos en la frase de Alberto Zedda, director artístico del Festival Mozart de A Coruña, que anteanoche estrenó el montaje en cuestión, con una buena acogida, pero sin gran entusiasmo ni escándalo, aunque no faltó la habitual ración de abucheos para Bieito de un sector del público.
A la frase de Zedda, el reconocido director de orquesta italiano, se le pueden dar varias lecturas y habrá quien le buscará la más irónica, dado el título y el tema de la obra y el estilo de montajes operísticos de la carrera de Bieito. En todo caso, cuesta pensar que un director, cualquier director, esté de acuerdo en que sólo le van bien un tipo de óperas. Tampoco cree demasiado este cronista en esas limitaciones.
Por fecha de estreno (1951), La carrera del libertino (The Rake´s progress,en el original) es dos décadas más contemporánea que el Wozzeck de Alban Berg, último montaje operístico de Bieito hasta hoy, estrenado esta temporada en el Liceu y que en breve se verá en la Ópera de Hannover, pero constituye la culminación de la etapa neoclásica de Igor Stravinsky, que en ella miró al pasado, ambientándola en el siglo XVIII y rindiendo homenaje a las óperas de Mozart, en especial Don
Giovanni,por su hilo argumental: un joven (Tom Rakewell) abandona a su novia (Anne) para entregarse a la vida libertina en Londres hasta terminar en un manicomio, todo ello influido por un extraño, mefistofélico personaje (Shadow).
"Este Bieito, con su parafernalia, seguro que nos va a joder la ópera", se escuchaba a la entrada de la función. La fama precedía una vez más al director en su primera ópera en la que algunos creen su tierra - Bieito parece, en efecto, un apellido gallego, pero nació en una población burgalesa y se considera catalán- y de nuevo no defraudó a sus detractores.
Con menos acidez y crudo realismo de lo que en él es habitual, Bieito transforma el cuento moralizante de Stravinsky y los poetas Auden y Kalman - los autores del libreto- en una fábula sobre una sociedad actual que considera cínica, robotizada e infantilizada. Tanto, que ambienta toda la obra en uno de esos parques infantiles de estructuras hinchables para jugar dando saltos y subiendo o bajando por sus elementos - algunos de los cuales tienen en este caso una sospechosa apariencia de penes, pechos o vaginas-. Bieito convierte a protagonistas y coro en chavalillos caprichosos y de vestuario plastificado y chillón, que hacen el amor de forma robótica y se atracan de pizza y coca-colas. En fin, la fiesta en el chiquipark - con tarta de cumpleaños incluida: muchos padres y madres saben de lo que hablamos- da paso a la tragedia, con los hinchables desinflados y los niños convertidos en adultos, todos rematadamente locos.
El coro, en los hinchables
Los protagonistas - el tenor James Schaffner (Tom), la soprano Lishir Inbar (Anne), el bajo Chester Patton (Shadow), la mezzo Maria Gortsevskaja (Baba) y el bajo Hao Jiang Tian (Trulove)- tuvieron una aceptable actuación vocal, sin llegar a sobresalir ninguno de ellos. En lo actoral sí que destacó, y mucho, la expansiva, muy divertida composición, de Patton, que encarna al único personaje con apariencia de adulto, pues viste un esmoquin negro, pero lleva también unas grandes zapatillas caseras blancas con forma de conejo.
Estupendo estuvo el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana, cuyos integrantes disfrutaron en efecto como niños con sus entregadas evoluciones sobre los hinchables. Y la Sinfónica de Galicia, dirigida por José Ramón Encinar, logró una estimable versión de la bella partitura stravinskiana.
Coproducido por el Festival Mozart y la Ópera de Bolonia, el montaje abrirá la próxima temporada de ese teatro, en lo que supondrá el debut de Bieito en Italia - que tiene el morbo de ver cómo será recibido su trabajo en el país que pasa por ser el más conservador en asuntos operísticos-. Poco después, debutará también en Suiza, dirigiendo un nuevo Don Carlo en Basilea.
MARINO RODRÍGUEZ
La Vanguardia