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Oscar 2006. En la corte del rey Williams

3/3/2006 |

 

Extraña amalgama: un americano, un italiano, un argentino y un español, en cinco propuestas para optar a un solo premio. Pocas veces los Oscars musicales de Hollywood han sido tan internacionales. Y, si el recuento no es erróneo, por primera vez un español, Alberto Iglesias (San Sebastián, 1955) concurre en el apartado musical a una ceremonia. Pero aún más pintoresco es que sus compañeros no americanos sean, igualmente, debutantes en las nominaciones de la Academia: el argentino Gustavo Santaolalla y el italiano Dario Marianelli. En fin, agitemos aún más la coctelera: Iglesias compite con una película de producción germano-inglesa (The Constant Gardener, El jardinero fiel) dirigida por un brasileño, Fernando Meirelles, sobre texto literario del británico John le Carré; Santaolalla (Buenos Aires, 1953) lo hace en una película americana de vaqueros (Brokeback Mountain) dirigida por un chino de Taiwán, Ang Lee; Marianelli (Pisa, 1962) llega de la mano de un film (Orgullo y prejuicio) de financiación anglo-francesa con historia inglesa (Jane Austen) de pura cepa, regida por otro anglosajón, Joe Wright. Y queda un músico, el americano, que viene con dos nominaciones bajo el brazo: es el legendario John Williams (Nueva York, 1932), que con 73 años a sus espaldas –podría ser el padre de los otros concursantes– ha cuajado uno de los mejores años fílmicos de su nada corta carrera y acude con dos trabajos formidables, Memorias de una Geisha para la película de Rob Marshall y Munich para su perenne socio cinéfilo Steven Spielberg. Pero el gran favorito tiene en su contra precisamente el doblete: la vieja máxima hollywoodense habla de que quien llega con pareja de ases, se vuelve a casa sin estatuilla, y esto ya le pasó al propio Williams en el 2002 –cuando participaron sus trabajos A.I. (Inteligencia artificial) de Spielberg y Harry Potter y la piedra filosofal de Chris Columbus, pero el Oscar se lo llevó Howard Shore por el primer Señor de los Anillos–, y en el 2000 le sucedió lo mismo a su más joven colega Thomas Newman.

Dos niveles
Cualitativamente, se puede hablar de dos niveles. En uno estarían Williams e Iglesias, en el otro, inferior al primero, sus compañeros de nominación. Marianelli, que en la pasada campaña gestó también una banda sonora rica de imaginación y recursos para los pintorescos Hermanos Grimm de Terry Gilliam, no se ha dejado las meninges en su labor para Pride and Prejudice, adaptando con soltura músicas que van desde Purcell hasta Beethoven y contando con el concurso de Jean-Yves Thibaudet y la Orquesta de Cámara Inglesa, en un resultado mimético y paródico que tiene ilustres precedentes, como las formidables adaptaciones de músicas de época que Leonard Rosenmann realizara para el Barry Lindon de Kubrick en 1975; pero el logro es átono, plano, huero de matices y, en conjunto, tristón, que es adjetivo que no parece cuadrar en demasía con el mundo de Austen que el film quiere reflejar.

Parquedad sonora que también afecta a la buscada contención de Santaolalla en una partitura en donde lo temático se reduce al mínimo y el “ambiente” de la película han de darlo los cantautores de Country, como Rufus Wainwright o Steve Earle. Pero guarden estas apreciaciones del firmante en la papelera, porque la capacidad de la Academia de Los Ángeles para premiar musiquillas monotemáticas, repetitivas o huecas –El cartero y Pablo Neruda de Bakalov, El paciente inglés de Yared o el inefable Descubriendo Nunca Jamás de Kaczmarek, galardonado el pasado año– es tan incansable como recurrente.

En fin, en un estrato superior de inventiva estaría Alberto Iglesias. La película “africana” de este español es un sensacional trabajo de poliédrica fuerza rítmica, concitador sabio de ambientes y tensiones, menos étnico de lo que el continente parece indicar y más “Iglesias” de lo pensable, cargado de solos instrumentales –¡qué collage la flauta baja de Javier Paxariño y el arpa de Skaila Kanga!– en los que la tímbrica termina por crear personajes sonoros paralelos a los del film.

Y en ese peldaño preferente estarían, asimismo, las dos bandas sonoras del “no arriesgado” John Towner Williams. Si Memorias de una Geisha puede parecer por momentos un trasunto de Toru Takemitsu, con otro empleo superlativo de instrumentos solistas –shakuhachi, koto, biwa–, aunque la presencia de dos virtuosos “fetiches” de Williams como Itzhak Perlman (La lista de Schindler) y Yo-Yo Ma (Siete años en el Tibet) revela al compositor más habitual, en Munich el autor parece metamorfosearse en Bernard Herrmann con un trazado de atmósferas magistral, apoyo rítmico que se vuelve temático y una ascética contribución vocal, la de Lisbeth Scott, descubierta en la columna sonora de John Debney para La Pasión de Mel Gibson. El septuagenario maestro, el “abuelete”de estos Oscars musicales del 2006, no parece mostrar todavía signos de cansancio. Los votantes de la Academia dirán si, por una vez, llevar nominaciones a pares no es síntoma de maleficio.

José L. PÉREZ DE ARTEAGA
El Cultural

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