Emperatriz del bel canto
11/2/2006 |
No hay duda de que Cecilia Bartoli es hoy uno de los adalides del belcantismo, una recuperadora de técnicas, procedimientos y mecanismos que se integraban en un canto instrumental, donde relucían las acrobacias, los adornos y los infinitos reguladores. Un canto que alcanzó su máximo esplendor con Haendel o Vivaldi, se hizo más humano con Mozart y brilló con luz cegadora en Rossini. A todos ellos, y a otros muchos, cuya vocalidad ha tenido, antes y después, importancia desde aquellos presupuestos, ha venido sirviendo esta cantante romana, nacida en 1966 y adiestrada desde niña por sus padres.
La vertiginosa y ya larga, pese a la edad, carrera de Bartoli se apoya en una voz de mezzosoprano de agilidad, oscura, cálida, bien emitida, con ligeras cavernosidades y algunos sonidos plenos exentos de belleza, que rozan a veces lo destemplado y que emplea en pasajes que piden reforzar un dramatismo que el timbre, en sí mismo, no posee. Constituye este aspecto el punto menos positivo de su arte que, por lo demás, brilla refulgentemente en unas agilidades, unas fioriture, de excepción: trinos maravillosos, regulados sabiamente; saltos interválicos que aprovechan una notable extensión de más de dos octavas; notas staccato expelidas con una precisión casi inhumana. Luego, matizaciones de intensidad, variaciones de colorido extraordinarias; pasajes legato de valor instrumental magníficamente medidos. Y una expresividad a flor de piel, efusiva, sincera, interiorizada si al caso viene, que contagia y emociona. Una gran cantante, ideal para ilustrar hoy partes destinadas antiguamente a los castrati, tiernos y poéticos personajes mozartianos –Fiordiligi, doña Elvira, por ejemplo, que se acoplan bien a sus medios–, exultantes donne rossinianas –Rosina, Isabella, Angelina, Fiorilla, a los que otorga nuevas luces y los libera de vocalidades tan pesantes como las de una Ewa Podles–, o criaturas neobelcantistas puras y cándidas de Donizetti o Bellini –Adina, Amina–.
Arturo Reverter
El Cultural