Mozart y los escritores
21/1/2006 |
LA FIGURA del genio siempre ha ejercido una poderosa atracción en los escritores, ya que personifica el misterio de la creación en su estado más extremo: sanciona la superioridad del arte sobre el mundo y verifica el infinito alcance del potencial del creador. "El genio es el poder de revelar a Dios en el alma humana", y nadie encarna esta sentencia de Liszt de forma más pura y universal que Mozart, el mago divino de la música. Así se explica no sólo la fascinación, sino el amor que le han profesado los escritores, y le profesan, desde sus contemporáneos, como E. T. A. Hoffmann, hasta posmodernos, como Philippe Sollers, en su muy personal miscelánea biográfica Misterioso Mozart (Alba, 2003).
Tal vez el más fervoroso entusiasta, entre los escritores que se han inspirado en la obra y persona de Mozart, sea el polifacético Ernst Theodor Amadeus Hoffmann ("sólo el poeta comprende al poeta. Sólo un espíritu romántico puede entrar en lo romántico"). Músico él mismo y compositor precoz, añadió su tercer nombre en homenaje al admirado maestro, y fue el primero en idear un cuento desde una ópera mozartiana. Su Don Juan (Cuentos. Espasa Calpe, 1998) data de 1813 y relata una fantástica experiencia producida por una representación de Don Giovanni. Transportado por la obertura a un estado de "exaltación poéticomusical", al espectador se le revela el significado de "la ópera de todas las óperas". E. T. A. Hoffmann se propone aquí explicar los abismos trágicos del Don Giovanni que, según él, veinte años después de la muerte de Mozart, permanecía incomprendido entre el público alemán.
Igualmente dramático, pero sobrio y claro, resulta el breve diálogo de Pushkin, Mozart y Salieri (1830), un fulminante estudio de carácter sobre la envidia. Basado en el entonces muy difundido rumor del envenenamiento -del que el mismo Mozart se había creído víctima-, Pushkin imagina en dos escuetas escenas los tormentos de Salieri y la cita mortal en que le administra el veneno a su rival. Mozart, sin embargo, redime a Salieri de su mediocridad y encono, al considerarle amigo e igual: "Era un genio, como tú y como yo. Y el genio y la maldad no casan entre ellos". La nobleza del personaje es insuperable y, desde luego, resulta mucho más convincente que el operístico final. En cuanto a Salieri, la imagen del artista insignificante, corroído por la envidia, que pinta Pushkin del exitoso músico de la corte y contrincante de Mozart, repercutió no poco en los biógrafos e influyó en la tópica película de Milos Forman. Stendhal no toca este aspecto en su Vida de Mozart (Alba, 2000), un apunte biográfico en forma de carta. Pone el acento sobre los hechos extraordinarios de la infancia de "un corazón sensible y un alma amante". Para Stendhal -abonado a la condición emocionante de la música-, el milagro de Mozart se explica con la íntima compenetración de música y amor. "Mozart no tendrá jamás en Italia el éxito de que goza en Alemania y en Inglaterra; la cosa es muy sencilla: su música no está hecha para este clima; está destinada especialmente a conmover presentando al alma imágenes melancólicas y que hacen pensar en las cuitas de la mejor y más tierna de las pasiones". Stendhal publica este tributo al genio en 1815, cuando aún no era Stendahl, y en circunstancias bastante turbias; el opúsculo es un plagio, incluido en su primer libro, Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio. Aun así, conserva el estilo sublime del gran melancólico, quien enfila sus comentarios de La clemencia de Tito, Idemeneo o Le nozze de Figaro, preferentemente hacia los aspectos luminosos de la música de Mozart, cuando conoce perfectamente su gravedad: "Mozart no alegra jamás; es como una amante seria y a menudo triste".
A Eduard Mörike, excelente y olvidado poeta alemán, le interesaba la naturalidad con la que intervenían las vivencias personales del fecundísimo compositor en sus creaciones musicales. En Mozart, camino de Praga (de próxima publicación en Alba) se basa en hechos biográficos de los que dispuso con libertad poética. La novela corta, escrita en 1856, se compone alrededor del viaje de Mozart en otoño de 1787, para dirigir el estreno del Don Giovanni. El ameno y delicado relato se demora en un solo día, en el que por accidente Mozart entra en un círculo aristocrático melómano. Pero la amable fábula de las festivas escenas campestres concluye con un acento sombrío. La presencia del caudal tempestuoso del genio sobrepasa el dorado mundo rococó y turba la mesura burguesa de la época de Mörike: "Tuvo la certeza, la absoluta certeza, de que este hombre se estaba consumiendo rápida e imparablemente en su propio ardor, y que sólo sería una aparición fugaz sobre la tierra, porque en realidad no soportaba la opulencia que desprendía".
Claramente opuesta a este fatalismo, y al rechazo del inquietante efecto del genio sobre el espíritu, es la visión del cuento sagaz de Nina Berberova, La resurrección de Mozart (Circe, 2001). Situado en 1940 en París, en una colonia de emigrantes rusos, recoge los tumultuosos días previos a la invasión de las tropas alemanas. En realidad, el personaje de Mozart apenas roza el argumento de esta hermosa narración. Para los cultos exiliados que afrontan angustiados su segundo éxodo, el compositor es una referencia lejana, si bien consoladora, de tiempos mejores. Sin embargo, en medio del caos y de la destrucción, el recuerdo del mundo intacto del arte les ayuda psicológicamente a sobrevivir.
Cecilia Dreymüller
El País