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«Tannhäuser»: viaje de perlas

30/7/2005 |

 

Fue recibida con una gran tromba de ovaciones y palmas rítmicas con el público puesto en pie, especialmente para el coro, St. Gould y, ante todo, para Christian Thielemann, que subió la orquesta al escenario para recibir una cerrada y larga ovación .

Regresó el «Tannhäuser» peregrino de Roma y trajo consigo del Sur un calor tórrido, húmedo, casi tropical. Treinta y pico grados a media tarde en una sala con 1.900 personas apretujadas en 30 hileras y encima de ellas un tejado de zinc sobre paredes de ladrillo del siglo XIX sin aislamiento térmico aporta las condiciones ideales para pasarse los tres actos sudando a raudales. Así fue. Pero apenas surgió en la penumbra del foso, misteriosa, suave, aterciopelada, la melodía del coro de peregrinos, se operó el milagro: la música no disipó los calores, pero tornó insensible su ardor. Transcurridos escasos segundos, se podía intuir ya que lo que comenzaba tan vaporoso y proseguía luego con pianísimos incandescentes, cascadas de perlas sonoras y silencios imperceptibles conteniendo el álito, concluiría en un estruendoso torrente de ovaciones.

Thielemann fue enhebrando analíticamente con prurito detallista el fraseo de la partitura -según la original «versión de Dresde», más concisa y menos efervescente que la parisina revisada-, destilando cromatismos fugaces, desvelando armonías ocultas, consolidando el puntal de un gran arco de tensión musical muy personal, casi sinfónico, que abarcaría todo el preludio y, por extensión, el acto entero y la obra. Costaba creer que en días anteriores se hubiera escuchado a la misma orquesta. Sin embargo, hay fácil explicación: la orquesta del Festival, formada «ad hoc» por muchos devotos instrumentistas wagnerianos internacionales, asemeja un magnífico piano de cola perfectamente afinado. La valía musical de la interpretación depende del pianista. Y el pianista aquí es el director. Punto.

Maciza base orquestal
Agregada a la maciza base orquestal, un coro explosivo, como siempre, y una voz entregada, vigorosa y relativamente dúctil en el papel de Tannhäuser, tal vez el más complejo del repertorio wagneriano para tenor, el éxito de la representación está prácticamente asegurado. Stephen Gould, netamente mejorado con su órgano ya más trabajado y pulido, la posee. En el «relato de Roma», cuando otros llegan ya trallados, hizo todo un alarde de presencia escénica y fuerza canora, áspera la voz e insufrible ímpetu infernal en el pecho, como dejó prescrito el maestro. Sus dos parejas, Venus (J. Nemeth) y Elisabeth (R. Merbeth) giraron desgraciadamente en otra órbita, en especial la primera. Sorprendentemente, también R. Trekel (aplomado Wolfram de otras veces en Bayreuth y los escenarios del mundo), claramente indispuesto y recogida la voz, limitándose en ocasiones a marcar simplemente la nota. ¿Se está prodigando en demasía?

Guido Jentjens ofreció escénica y vocalmente un bisoño Landgrave. El resto del elenco cumplió dignamente en su línea. El montaje escénico colorista-banal de Ph. Arlaud (decorados, vestuario y dirección de actores), apenas sin cambios. En esta producción se nota que fluyó el dinero. El ex multimillonario cubano-estadounidense Alberto Vilar, solicitado mecenas músical en todo el mundo, se comprometió a promoverla con una suma millonaria en lo que hubiera sido, como se dijo en 2001, el primer caso de esponsorización privada en la historia del Festival. La crisis bursátil del mercado informático le arruinó hasta el punto de que hace dos meses dio con sus huesos en la cárcel, y él ya no pudo hacerlo.

Al final, gran tromba de ovaciones con pataleo (en términos taurinos, la salida a hombros) y palmas rítmicas con el público puesto en pie, especialmente para el coro, St. Gould y, ante todo, para Christian Thielemann, que subió la orquesta al escenario para recibir la ovación. Aplauso cortés para Arlaud, sin una muestra de protesta, que en estos tiempos ya es positivo, pero tampoco sin «bravos», lo cual pareció contrariarle. En suma, un gratificante efluvio del Bayreuth jubiloso pasado en estos tiempos de estrecheces.

Ovidio García Prada
Abc

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