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Real el teatro ingobernable

25/2/2005 |

 

Con el nombramiento de Antonio Moral, se suman ya cuatro gerentes, tres directores artísticos y tres musicales en la corta historia del Teatro Real . Parecen batir así todos los récords en los escasos nueve años de su joven etapa tras la reinauguración. Los medios hablan de maldiciones, venganzas, batallas políticas y personalismos. El Cultural analiza la extraña historia de esta década que ha impedido que el Real alcance el lugar que le corresponde en el panorama internacional.

Quizá sea verdad que los teatros de ópera se han convertido para una sociedad paganizada en “templos” y, por ello, su peso sea mayor del que, en otro contexto, podrían tener. No hay otra manera de explicar las dificultades por las que han pasado muchos de ellos para configurar un proyecto coherente, algo que, en el caso del Real, alcanza el calificativo de “imposible”. De lo contrario no se explica que, en nueve años, la película del regio coliseo haya contado con diez diferentes protagonistas, a los que deben sumarse, en exquisito reparto, otra docena de secundarios entre ministros, secretarios de estado, presidentes de comunidad autónoma, alcaldes, directores generales y patronos, sin olvidar los cameos de aquellos (Barenboim, Domingo) que, ocasionalmente, se han dejado ver entre fotograma y fotograma. Con semejante camarote de los Marx resulta milagroso que el buque no se haya venido abajo.

Combate político
Una clave la ofrecía quien fuera su primera gerente, la orensana Elena Salgado, que tras pasar por altos cargos de los gobiernos socialistas – entre otros fue secretaria de Estado de Comunicaciones– asumía la titularidad de la denominada Fundación del Teatro Lírico en 1995. En declaraciones a El Mundo, la actual ministra de Sanidad afirmaba: “Esto tiene que ser un teatro y no un lugar de combate político”. Desgraciadamente, eso es lo que ha sido durante todos estos años, fruto de una batalla extraña para los aficionados, que no comprenden el trasiego de nombres que se suceden sin justificación y sin apenas interrupción.

Y si otros teatros han sufrido por momentos “movimientos de fuerzas” –y ahí están la Bastilla de París o el Covent Garden londinense– el caso que nos ocupa los supera a todos con la inevitable sorna del panorama internacional. EL CULTURAL ha intentado poner en orden todo el proceso para hacerlo algo más comprensible. Recordemos que, en origen, la reinauguración del Real había sido prevista por los gobiernos socialistas para coincidir con los fastos del 92. Al frente del equipo programador se nom bró a Antoni Ros Marbà, que sólo pudo hacer “programaciones” en el aire, que iban cayendo año a año con las hojas de otoño, sólo salpicadas por polémicas sobre qué título (La Bohème, Don Giovanni) debería inaugurar el teatro.

En 1995, un PSOE en decadencia ponía al frente a Elena Salgado, con un sueldo de 22 millones y amplios poderes que, en principio, abarcaban tanto el Real como la Zarzuela. La remodelación se había disparado a los 21.000 millones de entonces, lámpara caída incluida. Salgado retiró de la circulación a Ros, que se despacharía señalando: “He dejado siete años de mi vida para nada”, después de haber cobrado durante este tiempo primero 22 millones de pesetas que redujo, tras el consiguiente escándalo que lo destapó, a “sólo” 15. Aconsejada por el crítico Juan Angel Vela del Campo y con el consenso de Gallardón, presidente entonces de la Comunidad de Madrid, Salgado ficha por 39 millones a Stéphane Lissner, director del Châtelet de París, que había llevado a su esplendor bajo el paraguas millonario de Jacques Chirac, alcalde-aspirante a la presidencia de la República. Un patronato en el que figuran nombres como Emilio Lledó, Gregorio Marañón o Luis de Pablo aplaudió el nombramiento.

Lissner, un hombre de indudable talento pero también de difícil carácter – de “arrogante” lo tildaba el ‘Daily Telegraph’–, quería traerse el modelo del Châtelet, que no tiene ni orquesta ni coro propios, con algunas variantes. Para abrir contaba con Lorin Maazel dirigiendo Parsifal en un proyecto faraónico que superaba los cuatrocientos millones de pesetas y que fue acogido con disparidad de opiniones.

Llega Aznar
Pero en marzo de 1996, Aznar gana las elecciones y pone a Esperanza Aguirre como ministra de Educación y Cultura, y a Miguel Angel Cortés como secretario de Estado. Éste, a su vez, nombra como director general del INAEM al compositor Tomás Marco. Salgado es sustituida –en una decisión que llevaría a los tribunales ya que, en su opinión, “no había justificación”– por Juan Cambreleng, con un sueldo de 15 millones de pesetas. Este antiguo alto cargo con la UCD había sido presidente de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid y socio de Humberto Orán en la agencia de conciertos Musiespaña, que llevaba la carrera del director Frühbeck de Burgos, maestro emérito de la Nacional.

Lissner y Marco
El enfrentamiento entre Lissner y Marco, que quería poner a Frühbeck como director musical y reconvertir a la ONE en orquesta de foso, hizo que el primero emitiera un ultimátum que le sirvió para que le enseñaran la puerta. Su “venganza” se materializó con la publicación de un libro, Metro Chapelle, donde se ensañó con sus enemigos, especialmente Marco y Frühbeck. Cambreleng se decantó por el valenciano Luis Antonio García Navarro como director musical y artístico, quien abriría el teatro el 11 de octubre de 1997 con un programa Falla que no suscitó mucho entusiasmo precisamente.

Los cuatro años de la etapa de Cambreleng y García Navarro resultaron cualquier cosa menos tranquilos, en gran parte, porque el primero, que ocupaba un cargo de gerente, mostraba su perfil de director artístico, batuta que el maestro valenciano –hombre de fuerte carácter, resquebrajado por una enfermedad que le llevaría a la muerte– nunca quiso delegar. El enfrentamiento entre ambos fue continuo hasta retirarse la palabra. El mal ambiente se trasladó al público y algunos sectores de éste le censuraron con ahínco junto a tenores como Giuseppe Sabatini o José Cura. Pese a ello, García Navarro consiguió algunos hitos del nuevo teatro, como la recuperación de Margarita la Tornera de Chapí o un Parsifal de excepción que dejó al maestro exhausto, falleciendo en 2001.

Por su parte, Cambreleng, persona también de fuerte carácter, se enfrentó a casi todos los sectores sociales y políticos y tras el escándalo de la gala de homenaje a Alfredo Kraus, cayó en desgracia en el Ministerio. Pilar del Castillo nombra a una diplomática de su confianza, Inés Argüelles, pese a no tener ninguna experiencia en el terreno. Argüelles coloca a otro asturiano, Emilio Sagi, antiguo responsable de la Zarzuela, como director artístico. A su vez, éste propondrá a Jesús López Cobos como responsable musical.

El triunvirato logra pacificar las tormentosas aguas: Se equilibran los presupuestos desmadrados de la etapa Cambreleng y, mientras, Sagi alterna su labor con la de director de escena internacional. Lo que al principio se le tolera, con el tiempo se le censura. “No está nunca” es un comentario que, justa o injustamente, corre como la pólvora. Sin embargo, el asturiano potencia el Real como máquina de producción –con resultados a veces “irregulares”– , consigue colaboraciones con la ABAO, el Liceo y los teatros europeos, y amplía considerablemente el número de representaciones. En su contra, se lleva por delante la danza, reducida a la mínima expresión.

Todo vuelve a empezar, sin embargo, cuando tras ganar el PSOE las elecciones, la nueva ministra, Carmen Calvo, protectora de Barenboim –escocido tras haber sido expulsado por la Comunidad de Madrid del Festival de Verano del Real– anuncia “cambios”. Desembarcan nuevos patronos de indudable perfil político –caso de dos exministros socialistas, Carmen Alborch y Jerónimo Saavedra– y Argüelles, pendiente de un hilo, opta por decir adiós.

Cargo socialista
Se nombra a otro orensano, Miguel Muñiz, antiguo cargo socialista y casado con la pianista Rosa Torres Pardo, ambos amigos de Gallardón, ahora alcalde de Madrid. También había regresado al Patronato, por cierto, Gregorio Marañón, consejero de Sogecable y Prisa –donde ejerce de presidente de su comisión de retribuciones– y padrino de un hijo de Lissner. Al poco tiempo, el grupo que preside Jesús de Polanco establece relaciones con el Real, directas como patrocinador e indirectas como colaborador, a través del Círculo de Bellas Artes.

A la par, saltan los rumores de que Sagi va a ser sustituido por Antonio Moral, cosa que se cumple, con la sorpresa general, la indignación de la Comunidad de Madrid, que asiste como invitada de piedra, y el insospechado aplauso de Jesús López Cobos, quien, tras mostrar en su día una adhesión inquebrantable a Sagi, declarará que su sustitución “redundará en beneficio del Real”.

Y llegó Moral
La llegada de Antonio Moral al Real viene precedida de una buena labor gestora. En su haber figuran los excelentes resultados con la revista ‘Scherzo’, que fundó y dirigió, palanca para otros proyectos como el Festival Mozart, el ciclo de “Grandes Intérpretes” o el de lied de la Zarzuela, el renovado Festival de Cuenca o su aplaudida labor como asesor en Caja Madrid. En contra, un perfil profesional bajo (su formación es de asistente técnico sanitario), una manera de hacer personalista y un vínculo estrecho con el grupo Prisa: El País es patrocinador del ciclo “Grandes Intérpretes” y Luis Suñén, director de ‘Scherzo’, es también crítico de ese periódico. La gran duda viene de su compatibilidad con López Cobos. Porque el Real, con su presupuesto actual, sólo puede aspirar a dos modelos: el italiano de Bolonia o el belga de La Moneda. En el primer caso, sobra Moral, pero en el segundo, quien sobra es López Cobos.

Luís G. Iberni
El Cultural

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