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Viena despierta la conciencia del mundo

2/1/2005 |

 

Empieza a sonar el vals y el mundo suspira. Es una divina tontería, de la que sólo la música es capaz. De ahí que nunca como ahora sea tan digno de aplauso el recuerdo que se dedicó a las víctimas del tsunami que ha barrido las costas del sureste asiático.

Un reciente estudio, avalado por previos trabajos musicológicos, ha puesto negro sobre blanco alguna curiosa conclusión: «La frecuencia de los bailes (o sea la repetición incesante de su ritmo) puede excitar pasiones». Pese a su pretensión, el trabajo ha pasado prácticamente desapercibido, lo cual es perfectamente comprensible: no están los tiempos para gastarse en lo obvio. Lo que allí se dice es algo que el propio instinto lleva siglos confirmando al humano, con inquebrantable y pasmosa regularidad. Un botón de muestra: apenas lleva unas horas de vida el nuevo año cuando el ronroneo del vals, el andar de la polca o la marcha dan forma al prodigio. Muchos cientos de millones de personas en todo el mundo, 46 países en conexión televisiva en directo y otros tantos por radio, son capaces de dejar de lado la resaca de lo vivido para, de inmediato, poner ojos y oídos al Concierto de Año Nuevo que protagoniza la Filarmónica de Viena

Desde la gran sala dorada de la Musikverein de Viena, cuya acústica bien podría añadirse a cualquiera de esos milagros de los que el hombre es capaz cuando le da por pensar derecho y no tocar las narices, ha vuelto cargado fiel a sus principios. Ha llamado este año a un especialista en la materia, el director, violinista, compositor (el orden de factores es primordial) Lorin Maazel, quien controla la situación como pocos. Y no porque previamente haya dirigido el concierto en una decena de ocasiones, sino porque su propia naturaleza fue hecha a imagen y semejanza del propósito.

Son ya sesenta y cinco años de oficio los que el niño prodigio Maazel lleva a sus espaldas y muchos de ellos los ha gastado en enfrentar, cual fiero duelo entre el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, al hombre espectáculo y al músico de fondo. Algunas de sus declaraciones públicas en las que ha afirmado aburrirse en los ensayos y disfrutar en los conciertos confirman que a Maazel parece sólo hervirle la sangre cuando siente cerca el resuello y las palmaditas del público. Si además se colocan estratégicamente las cámaras de televisión el asunto puede llegar a asemejarse al paraíso.

Maazel cumple este año los 75. Se le ha visto contento, algo baqueteado, lógicamente parsimonioso en las formas y, aún así, disfrutón. Quiso introducir en el programa algunas novedades como la «Indigo-Marcha», la polca de «Altos vuelos» o «Los placeres del invierno» de los hermanos Strauss, pero estas son minucias para un concierto que si se quiere distinguir de año en año exige ojo avizor. De estar delante del televisor y no adormecerse bajo el cálido abrazo de semejante música se habrá observado que el veterano realizador Brian Large, tras 15 años encargado de la dirección televisiva del evento (obsérvese que uno de los méritos más reconocidos de todo lo que rodea semejante convocatoria consiste en acumular años), todavía es capaz de sorprender con un giro de cámara nuevo o una posición distinta, de alegrar la vista introduciendo extrañas formas realizadas por ordenador en el momento de hacer sonar el vals «Las mil y una noches» o de encontrar paisajes nuevos como el parque Los Mundos de Cristal.

Quien haya seguido el concierto en algún rincón de España lo habrá entendido gracias a las detalladas explicaciones de José Luis Pérez de Arteaga en Televisión Española, Fernando Argenta en Radio 1, y Carlos Herraiz en Radio Clásica (a elegir) y además descubrir detalles sobre las coreografías de Renato Zanella, director del Ballet de la Ópera de Viena, y de Vladimir Malakhov, del Ballet de Berlín, sobre las vistas del Palacio Belvedere, el Todesco y el de Coburgo. Y hasta aprender que los músicos de la Filarmónica cantan, porque es de rigor, en la «Polca campesina», este año con el eco de una intervención solista del propio Maazel, quien además tocó el violín en la polca «Pizzicato» y en los «Cuentos de los bosques de Viena» tan familiares como para sobresaltar y dejar un cierto frío sobre la piel ante la inesperada equivocación de un trompeta.

Sea por lo que sea, este concierto sigue teniendo algo de emocionante. Ese es su secreto. No es necesario creer en fuerzas superiores. Todo esta ahí. Basta con sentir empañarse los ojos al sonar de «El bello Danubio azul». Sucede aquí y allá, sin necesidad de que nadie sepa de qué Danubio se trata, cuál es su color o grado de hermosura. Empieza a sonar el vals y el mundo suspira unánime por gracia de unas pocas notas puestas en orden por Johann Strauss. Es una divina tontería, como otras muchas, de las que sólo la música es capaz. De ahí que nunca como ahora sea tan digno de aplauso el recuerdo que se dedicó a las víctimas del tsunami que ha barrido las costas del sureste asiático, a todos aquellos a quienes la vida les ha obligado a olvidar músicas, conciertos y suspiros. Poco después de comenzar la segunda parte lo explicaba el presidente de la Filarmónica de Viena, Dr. Clemens Hellsberg y al tiempo entregaba un talón al director general de la Organización Mundial de la Salud donado por los miembros de la orquesta. Por esta razón, se quisieron dejar para tiempos mejores las habituales bromas de los músicos, su felicitación a coro y el brillante final que siempre marca la «Marcha Radetzky». Con la sola esperanza de que, como finalmente dijo Lorin Maazel al mundo entero, sea posible «restaurar lo que la naturaleza y el hombre destruyen».

Alberto González Lapuente
Abc

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