La geometría del gesto
1/11/2004 |
Un joven casi octogenario, de nombre Pierre Boulez, ha pasado por Madrid dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de Londres (LSO), en gira con motivo de su centenario. Es igual: Boulez se desentiende de los años gracias a la frescura de las ideas, el perpetuo rigor en el concepto y el interés por indagar «aquello que está más allá del tiempo». La LSO, por su parte, no deja de promover proyectos para abrirse a nuevos espectadores y educar en la música. Los años son, para ambos, un plus de dignidad a añadir a la estima de quienes son un mito musical. Acaban de ofrecer dos conciertos con la música futura de Mahler y de Stravinski, además de otras obras escritas por el propio director francés y en los dos han dejado la impresión de quienes poseen esa grandeza de espíritu a la que los antiguos asociaban el talento y el genio. Porque el de Boulez es tan enorme que cuanto más se le observa más incomprensible parece. Siempre fiel a una gestualidad económica y eficaz, que algo tiene cuando provoca que las obras se aparecen con un nuevo rostro.
Ante la séptima sinfonía de Mahler, Boulez deletreó la música, se entregó a la seca acidez de la obra allí donde los instrumentos apuran sus registros, meció lo dislocado y controló el triunfalismo de lo más llano, como el desconcertante final. Y quizá por encima de todo ello apabulló por la forma de entretejer la densidad de algunos momentos como el primer movimiento, una prueba de fuego para una orquesta potente, moldeable y humana en algunos detalles instrumentales. No fue una interpretación de cara a la galería ni conformista. La propia sinfonía de Mahler es ya de por sí un ejercicio experimental que Boulez asumió con la misma abstracción con la que ha traído su «Livre pour cordes» o «Derive II». Siempre atendiendo al refinamiento instrumental que le proporciona la LSO. Ahí o en las «Sinfonías» de Stravinski, interpretada con una minuciosidad abrumadora. Y al final «La consagración de la primavera», marca de la casa, dicha sin prisas, con contundencia y acento en lo grande, redescubriendo sonoridades, más recreada en el final de la primera que de la segunda parte y, aún así, soberbia y turbadora. Tener los años de Boulez y seguir sonriendo a la música con esa seguridad sólo puede producir respeto y admiración.
Alberto González Lapuente
Abc