10/9/2024 |
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Del príncipe de los tenores eran admirables muchas cosas, pero sobre todo la honestidad con el arte
Un cáncer de páncreas puso fin a la vida de Alfredo Kraus un día tal como hoy hace veinticinco años. Fue el príncipe de los tenores por su inteligencia interpretativa. No tuvo su voz la belleza de la de Caruso, pero supo suplir aquel defecto con la inteligencia y la técnica. Gracias también a ambas pudo continuar cantando hasta los setenta y dos años, hasta que Dios quiso para sí la melancolía de Werther, el ímpetu desolado de Edgardo o la villanía del duque de Mantua. No tuvo detractores entre los aficionados porque ambas cualidades le colocaron en un lugar tan alto como aún no somos conscientes. Era un milagro vocal como lo fue Lauri Volpi.
Con su voz y la de su hermano Francisco empezamos a escuchar ópera y zarzuela. Entonces los padres aún no ponían a los niños delante de una televisión para evitar hacerles caso. Sólo teníamos las radios, mamotretos en las que se nos ofrecían noticias, novelas, sermones, cuentos y música. «Por el humo se sabe donde está el fuego» sonaba de cuando en cuando. A muchos les enganchó a la música con aquella romanza, a mí no. Me seduciría Montserrat una década después, pero su primera ópera completa, «Lucrecia Borgia», la grabó con él. Luego pasarían muchos años hasta que se volviesen a encontrar en un estudio. Por aquella época ya debutaba en El Cairo con «Rigoletto» y algunas otras obras que, como «Aida» o «Tosca», pronto eliminaría de su repertorio.
El Covent Garden llegaría tres años después, en 1959, de la mano de Edgardo. La Scala, un año más tarde, de la de Elvino. Por las mismas fechas se unía a María Callas -ahora otra vez en los medios de comunicación gracias a una película con Angelina Jolie en el Festival de Venecia- en la famosa «Traviata» lisboeta. Era ya una figura internacional y nosotros sin apenas enterarnos. Se decía que había un tenor que cantaba muy bien, pero era un poco frío y soso en escena. Aquí, como siempre, los peros. En 1962, vía Chicago, empezó a triunfar en Estados Unidos y en 1966 pisó el viejo Metropolitan por vez primera. Le vimos con frecuencia en la Zarzuela, escenario de tantos triunfos: «Doña Francisquita», «Rigolettos», «Traviatas», «Pescadores de perlas», «Lucias di Lammermoor»... tantas y tantas noches gloriosas hasta llegar a «Romeo y Julieta» o «Los cuentos de Hoffmann».
De él eran admirables muchas cosas, pero sobre todo la honestidad con el arte. Era consciente de sus límites, de sus fortalezas y debilidades y supo quedarse en el repertorio que más le convenía. Algunas óperas belcantistas difícilmente volverán a encontrar mejor paladín. Entre ellas esos «Puritanos» que no vaciló en abandonar cuando comprobó que no podía seguirlos cantando al mismo nivel. Decidió dejarnos sin frases maravillosas por no poder con un par de ellas. Eso es honradez artística. Mucho tenemos que aprender de su ejemplo y extrapolarlo a nuestras profesiones. También eran admirables su fraseo, la línea de canto, la dicción. Las melodías levantaban el vuelo sin esfuerzo aparente, con naturalidad, y su texto era siempre perfectamente inteligible. Hasta los «does» y los «res» eran para él algo tan natural que podía emitirlos incluso con catarro, porque impostaba la voz como nadie y por eso tuvo un récord sin cancelaciones aún no igualado.
Se nos fue sin dejarnos muchos discos comerciales. Sus seguidores buscaban y atesoran las viejas grabaciones piratas. Muy pocos cantantes son capaces de conciliar tanto interés. Dice el refrán que nadie es profeta en su tierra. A Kraus le costó, pero lo fue. El tenor canario fue un mito en vida para los aficionados de todo el mundo, desde Nueva York hasta Tokio, desde Viena hasta Milán. Falta de ambición y chapuzas fueron demorando la programación de «Werther» en el Teatro Real, hasta impedirle morir de amor en su escenario. Prefirió morir de amor en el de la vida real. Le mató la ausencia de Rosa, su mujer, como al poeta le mató la de Charlotte.
Su querida tierra hispana, cuyas zarzuelas y canciones llevó por todo el mundo, tienen con él una deuda imperecedera. Bueno es recordarlo a los veinticinco años de su ascenso a los cielos. Si, «Tu che a Dio spiegasti l’ali», haznos de vez en cuando un milagro y cántanos desde el infinito. Dios no puede ser tan egoísta como para querer sólo para sí a Werther, Nadir, Edgardo, el duque de Mantua o Romeo.
Gonzalo Alonso
La Razón