Un «Parsifal» multicultural y sin escándalo
27/7/2004 |
El rechazo iba dirigido netamente contra la puesta en escena de Christoph Schlingensief, tal vez el activista artístico-cineasta-hombre de teatro más provocador, polarizador y polémico de Alemania en estos momentos. Aplausos y ovaciones, en cambio, para los intérpretes y, principalmente, para Pierre Boulez, el director musical que regresaba al foso invisible de la orquesta después de 24 años. Las semanas de ensayos habían discurrido en medio de continuas controversias y divergencias de Schlingensief con la dirección del festival. Durante la víspera temía incluso la posibilidad de sabotaje. «Bild Zeitung», el diario sensacionalista de mayor tirada de Europa, pronosticó que correría sangre, tal vez incluso entre el público.
Pero, como suele suceder, la sangre no llegó al río. La mayoría del público optó por abandonar pronto la sala o callar. Diez minutos después del final sólo batía palmas vacilantes media docena larga de incondicionales. Así, en tono menor, se cerraba el esperado espectáculo cultural-mediático del verano. La ausencia del temido escándalo significaba un triunfo para Schlingensief, que aliviado declaró: «Ésta es desde hace seis semanas la primera noche en que podré dormir tranquilo». Hombre extrovertido e hiperkinético ideó para la sacra y meditativa obra wagneriana una puesta en escena iconográficamente trepidante, con un incesante bombardeo videográfico de la escena, que culmina en la proyección de una secuencia con el simbólico conejo-liebre en descomposición (el «Goldhase» de su mentor y padre espiritual Joseph Beuys) a todo lo largo y ancho del proscenio.
El decorado del primer y segundo acto es idéntico: una especie de castillo-presidio-campamento militar, sobre una plataforma giratoria central para facilitar diversas estaciones y funciones escénicas polivantes. El tercero lo conforman cuatro endebles tribunas. Una avalancha permanente de imágenes de diapositivas y vídeos con material figurativo y amorfo, proyectadas en distintas superficies y planos, así como haces de luz colorista que envuelven a las figuras en hornacinas de luz, ambientan la escenografía. Éste es el caleidoscópico crisol sincretista de religiones y culturas, con preponderancia de rituales nepaleses y africanos vudú, ideado por el católico «enfant terrible» para ilustrar el tema de la vivencia de la muerte y la salvación en el caótico mundo de hoy.
En este diluvio cromático-visual el casi octogenario Boulez aseguró el esplendor musical. Con una lectura mucho más breve de lo usual fue labrando con la orquesta, bien dispuesta y concentrada, una sonoridad transparente y cristalina. En el apartado vocal destacaron un vigoroso Robert Holl (Gurnemanz), un tonante John Wegner (Klingsor) y la expresividad doliente de A. Marco-Buhrmester (Amfortas). No logró convencer, a la postre, Endrik Wottrich, decaído en el tercer acto, y menos aún la debutante Michelle de Young (Kundry), propensa a la emisión estridente, sobre todo en el segundo acto. El coro, como siempre, impoluto.
Ovidio García Prada
Abc