Gérard Mortier: “Cuando diseñas una programa es inevitable que haya víctimas”
4/6/2004 |
El belga Gérard Mortier es, posiblemente, el único gestor operístico que ha convertido la programación de un teatro en una obra de arte en sí misma. Tras pasar por La Moneda de Bruselas y el Festival de Salzburgo, toma ahora el mando de la Ópera de París, uno de los cinco centros líricos más importantes del mundo. Su llegada fue recibida con disparidad de opiniones, algo que acoge con distancia. Su aspiración principal es hacerla funcionar “de una forma contemporánea” lo que implica, frente a la sucesión más o menos equilibrada de autores y obras de otros coliseos, diseñar una columna que vertebre y dé lógica a los correspondientes títulos. Todo ello, bien atendido por artistas de primer orden que, sin duda, convertirán a su teatro en foco mediático permanente. En una amplia entrevista concedida a El Cultural, Mortier reflexiona sobre el papel de la ópera en la sociedad del siglo XXI y analiza el problema de la creación actual.
Todo simpatía, consciente de la importancia que tienen los medios de comunicación en la transmisión de su mensaje, Gérard Mortier recibe a EL CULTURAL con tiempo –“no tengo prisa”, afirma candorosamente–, porque quiere dejar claros sus presupuestos teóricos. Sabe que, de alguna manera, se ha convertido en una estrella mediática, en “el gestor” por excelencia tras su paso por el Festival de Salzburgo. Acaba de asumir la responsabilidad de la Ópera de París, heredando el cetro de Hugues Gall. Su primera programación ha generado una disparidad de opiniones. “Siempre he mantenido una estrecha vinculación con París desde la época de Rolf Liebermann. Cuando Jack Lang, en 1985, me solicitó mi colaboración en el proyecto artístico de la Bastilla y le dije que era demasiado pronto. Quizá ahora, que he llegado a los sesenta años, me siento capaz de enfrentarme a una casa de ópera y hacerla funcionar de una forma contemporánea”, afirma entusiasta.
Recibe una buena herencia, algo de lo que es consciente. “La máquina que ha engrasado Hugues Gall funciona perfectamente. Estamos hablando de 350 espectáculos por temporada en una suma de 800.000 personas. Mi idea es continuar lo que ha hecho él”. Tras la experiencia de Salzburgo, sus ideas se han consolidado. “En realidad no cambio mis principios, sino que viene a ser una nueva aplicación enriquecida: encontrar qué es la ópera para el espectador contemporáneo que en mi opinión es la suma de las grandes emociones. Para la gente de hoy es mucho más que la melodía, mucho más que un simple divertimento. Hay que descubrir de qué manera una obra, escrita en un contexto político y social determinados, puede hacerse hoy de forma moderna”.
Hacerse moderna
–¿Hacerse moderna?
–Cuando Mozart escribe Las bodas de Fígaro adquiere una importancia por la nueva situación burguesa que vive la sociedad que asiste a su estreno. La temática ofrece una indudable modernidad que nos obliga, en su reedición, a concebirla con idéntico espíritu.
–Que lo da la puesta en escena.
–Claro, aquí está la gran discusión. No estoy de acuerdo con muchos montajes que yo considero arbitrarios. Porque el director debe salir de la partitura, y para trabajar conmigo, busco gente que la conozca siempre. Porque ésta, en mi concepto, es una fotocopia de la idea musical, una especie de reducción que hay que reordenar. Y del mismo modo que no se puede comprender El gran cabrón de Goya sin su contexto, en el caso de la música sucede lo mismo. Ahí empieza mi trabajo como director. Mi idea es buscar cómo puedo convertir teatralmente las grandes ideas.
–De ahí viene la necesidad de cambiar la acción de época.
–En realidad no hacemos nada que no se haya planteado antes. Ya en el pasado las representaciones vivían esa contemporaneidad. ¿Cómo vestía Shakespeare a sus personajes aunque se llamaran Julio César o Cleopatra? De un modo contemporáneo. Esto lo he hablado mucho con Peter Brook. Yo creo que no es necesario vestir de rococó para hacer Mozart cuando, además, es muy evidente que éste busca en su obra la seducción de la moda. Yo creo que eso es actualizable.
–¿Hasta dónde se considera responsable de un montaje?
–Hasta el final. Una producción se comienza a hablar con dos años. Al año se presenta la maqueta, confrontamos nuestras ideas y se llega a un nivel de producción. Una vez en este punto, dejo trabajar.
–¿Cómo concibe una temporada?
–En mi opinión debe ir más lejos que una superposición de obras. Hay que buscar una lógica conjunta. Yo creo que la presentación de la temporada puede tener algún parecido con el modo de mostrar las obras en los museos. Me siento confundido en el Prado con la ubicación de los Goya, todos juntos. Y, a lo mejor, me gustaría ver los cuadros de Van der Weyden relacionados con otros por su temática más que por su cronología. Creo que mi responsabilidad no sólo depende de las piezas sino de su adecuada yuxtaposición. Por ejemplo, si yo hubiera programado Il viaggio a Reims lo haría junto a Fidelio. En el primer caso, es la ópera de la restauración monárquica abanderada por Rossini enfrentada a la utopía de Beethoven.
El problema del reparto
– Ahí está la elección del reparto.
–Claro. Por ejemplo, si yo programo un Don Giovanni, parto siempre del personaje de Doña Aña y necesito una cantante que me inspire confianza. A partir de ahí, armo el conjunto. La elección de los cantantes es muy importante. Y lo mismo sucede con el director musical. A mí me gusta un determinado tipo de sonoridad, y por eso colaboro con batutas como Salonen o Boulez.
–Su concepto se plasma incluso en el programa de presentación.
–Es que ese folleto es importante, viene a ser tu carta de presentación. Me gusta cuidarlo mucho. En realidad, representa el valor que doy a las emociones humanas y a la organización de mis ideas.
–El contexto donde las lleva a cabo es muy determinante.
–En el caso de París hay una obligación de asumir un determinado repertorio que viene un poco condicionado por mi concepción. Quiero hacer La judía de Halévy y Louise de Charpentier. Y, sin embargo, no me interesa Meyerbeer. Aquí es un problema personal. Tengo muy claro que Meyerbeer es importante en la historia de la ópera, en general, y en la francesa, particularmente. Pero prefiero a Rameau, Halévy o Berlioz antes que Meyerbeer. También. He previsto la yuxtaposición de Los Troyanos, Ifigenia e Idomeneo porque Berlioz fue influido por Gluck. Soy consciente de lo que es importante. Cuando me insisten en Robert le Diable digo que yo no sé qué hacer con esta obra. Sin embargo, La judía, que es muy difícil, me resulta más interesante, sobre todo porque me permite tratar el problema de los judíos en Francia que tiene indudable trascendencia.
–¿La dirección artística es un problema de elección?
–Es innegable que hay un gusto personal. Para Salzburgo había obras que no seleccionaría para París. Tomemos el ejemplo de Ariadna y Barbazul de Paul Dukas. Es posible que esta obra no sea genial pero me resulta muy interesante superponerla con El castillo de Barbazul de Bartok. Y es que, para Francia, Dukas es muy importante. No olvidemos que fue profesor de Messiaen a quien también haré. En un diseño artístico supongo que resulta inevitable que haya víctimas.
–El bel canto, por ejemplo.
–El bel canto revive en el siglo XX gracias a María Callas. El problema más grave es que las historias que se cuentan no conectan con la escena. Por ejemplo, la música de Bellini para Norma es clara, soleada. Sin embargo, el mundo céltico es negro. Una idea para hacerla es bajo un prisma inspirado en los grabados del XIX. Pero claro, aquí, el problema viene de que no hay Normas. Si usted me encuentra una, mañana mismo la programo. La Sonámbula es diferente porque está Natalie Dessay. Y también amo L’elisir y, sin embargo, no me interesa nada la trilogía Tudor.
Detestar a Puccini
–¿Es verdad que detesta las óperas de Puccini?
–Bueno, a veces hay que ser un poco epatante (lo dice bromeando, con un brillo que recuerda a los niños pequeños), aunque pienso que, quizá por el modo como se canta, Puccini acabe deteriorando las voces. Pero, por ejemplo, Il tabarro me parece una obra muy notable.
–¿Cómo afronta las críticas?
–Mentiría si le dijera que no las leo. Sufro cuando hay una mala crítica. Pero comprendo su papel que es importante y difícil. Sobre todo ahora, que en los periódicos parece haber perdido su lugar y que está mal pagada: durante los años que dirigí el Festival de Salzburgo, la crítica vienesa difundía otra concepción a la mía. Pero es imprescindible comunicarnos. De hecho, tengo relación con críticos, incluso con algunos opuestos a mí. Me gusta conocerlos pero es peligroso porque es una relación delicada. Tengo una estrecha relación con Jean-Marie Colombani (director de Le Monde en París) y hemos hablado mucho de esto. Y hasta cierto punto, comprendo que se dé menos importancia a los conciertos, porque repiten el repertorio y viene a ser más de lo mismo. Como la Ópera de París mueve a muchas personas, es lógico que cada vez se discuta más de ella.
–¿Va a apostar por la creación contemporánea?
–Es muy importante pero el tema el complejo. Yo no digo que el género esté muerto, pero de la misma manera que el gran periodo de la tragedia de Esquilo y Sófocles se centra en unos sesenta años, el de la ópera comienza en Orfeo y llega a Wozzeck y Die Soldaten. Su lugar, en una gran parte, lo ocupa el cine. Por ejemplo, el de Almodóvar tiene mucho de ópera verdiana, por su uso del melodrama. Para una buena ópera es imprescindible que haya hábiles libretistas que trabajen conjuntamente con el director. Pero claro que apuesto por ella. De hecho, en la próxima temporada voy a presentar mi tercer montaje de San Francisco de Asís de Messiaen que es una obra mística, para mí el Parsifal del siglo XX. Me interesa mucho La conquista de México de Rihm. Es un tema muy actual. Me interesaría trabajar el tema del Grial para la modernidad. Busco libreto (se ríe).
–¿Cómo enfoca la danza?
–Tenemos una compañía impresionante, con una escuela fantástica, posiblemente la mejor del mundo en su estilo. A fin de mes presentaremos Jewels de Balanchine en Madrid y Barcelona. En este momento es el mejor ballet del mundo a la hora de afrontar Balanchine, incluso por encima del New York City Ballet. Queremos mantener la escuela clásica, pero también abrirnos a otros ámbitos contemporáneos que deben estar muy presentes.
Luís G. Iberni
El Cultural