7/10/2018 |
Recordar a Montserrat Caballé mientras se discute sobre el valor de la discografía como documento para el análisis científico de la interpretación significa reconocer los límites del soporte y adentrarse en la imposible reconstrucción de ese instante mágico que es la actuación en vivo. Caballé deja un catálogo abrumador con referencias únicas, si bien todavía es algo secundario ante el recuerdo de quienes conocieron de cerca la magnitud de un fenómeno vocal único e irrepetible. Bien pueden ser aquellos a quienes deslumbró durante su apogeo en los setenta, o también muchos otros que quedaron atrapados por los impresionantes destellos producido durante la lenta y prolongada decadencia posterior. La memoria habla de una voz inmaterial, de timbre bellísimo, de suave emisión, rico, penetrante, formidablemente incorpóreo en los momentos de éxtasis, de «fiati» increíbles, lírico e incluso virtuosístico. Poderosamente expresivo. Algo sin parangón en nuestros días, demasiado rendidos a la homogeneidad y la monotonía. Frente a artistas de rango más dramático Caballé impuso el poder del encantamiento. Hay una fecha decisiva en 1970, cuando interpreta «Norma» en el Teatre del Liceo con la aparición secundaria de un joven Flavio de nombre José Carreras. La propia Caballé contaba cómo fue esa primera representación, suficiente aunque insatisfactoria. Cómo volvió a casa y se recluyó para en apenas veinticuatro horas darle la vuelta al papel llevándolo al terreno de lo milagroso, de lo mágico, de lo extrañamente incorpóreo. Primero la música, decía, luego vendrá el texto. Para ella era una forma de fidelidad al compositor aunque en realidad supusiera la idealización de un estilo sometido a las posibilidades de un instrumento prodigioso.«Frente a artistas de rango más dramático la soprano impuso el poder del encantamiento»
Alberto González Lapuente
Abc