Se casaron en 1957 y usted le acompañó en su cruzada personal contra la guerra fría y en pro del entendimiento mundial. ¿Cómo les recibían los jefes de Estado?
Con mucho respeto. Él se oponía a las guerras, la opresión, las dictaduras... pero de entrada no era político ni representaba a nadie ni a nada que no fuera la moralidad, la libertad y los derechos humanos. Le veían como un hombre que se había sacrificado, que hablaba y no tenía miedo al exilio. Alguien capaz de dejar una carrera internacional y dedicarse a dar conciertos para niños en la Francia ocupada...
Un ser radicalmente empático.
Él sufría, sí. Incluso lloraba cuando hablaba de aquellos niños que se habían quedado sin padres y no tenían ni comida ni medicinas. Tenía más de 85 años y seguía yendo por esos países tocando El Pessebre, y haciendo con su caché una fundación para ayudar a refugiados, estudiantes de música o lo que fuera. Pero también era una persona optimista. Tenía sentido del humor. Su día empezaba con una caminata para conectar con la naturaleza; luego dos fugas de Bach al piano y desayuno. Era metódico y disciplinado. Después de coger el cello le quedaba atender los cientos de cartas que recibía de jefes de estado, gente de Naciones Unidas, organizaciones que querían hacer esto o aquello. Se convirtió en un eje, unía a la gente.
¿Y sentarse a componer?
No ha llegado a ser muy conocido como compositor, no, porque al llegar al exilio adquirió el compromiso con tantas cosas... pero había comenzado con 5 o 6 años, con su padre. En el museo de Sant Salvador hay una partitura suya. Él decía que siempre oía música en su cabeza y le sabía mal no haber podido ponerla en el pentagrama. Pero es que hubo años que llegó a los 300 conciertos, y en una época en que se iba en tren, hoy aquí, mañana allí. Eso cuando era concertista, a lo que luego se sumó la tarea con la Orquesta Pau Casals. Pero su obra compositiva es como él: todo corazón y emoción. No se parecía a ningún otro.
¿Qué queda por hacer respecto a su figura y su obra?
Muchas cosas. Ahora estoy rescatando todas las grabaciones que hizo por radios de todo el mundo. Tengo ya la mayor parte y hay que remasterizar. Quiero que la fundación tenga una sala audiovisual donde la gente pueda ver cinco minutos de eso o dos horas de aquello, porque hay un material fabuloso y los filmes que se han hecho hasta ahora están bien pero no son la esencia. Echo en falta sus discursos durante la guerra. Hay miles de horas de audio y hay que organizarlo.
¿A qué atribuye su vigencia como revulsivo en una causa humanitaria, medio siglo después?
A que no sólo pensaba en los suyos. El ya se negó a volver a Alemania cuando vio cómo trataban a los músicos judíos en 1931. Su fuerza está en los hechos. “Podemos tener opinión y desaprobar cosas, pero hace falta actuar”, decía. Y es lo que él hizo, con su silencio, sin violencia. Ahora hay músicos involucrados en causas, pero ese tipo de sacrificio personal de dar fuerza a una idea...
Y este concierto de hoy, ¿le parece que tendrá eco internacional o quedará en algo de Catalunya?
Lo que se hace aquí aún se queda aquí, pero poco a poco la fundación abriendo camino. Tenemos un festival en El Vendrell pero necesitamos que sea algo más rotundo. Si la gente va a Salzburgo, ¿no cree usted que vendría a El Vendrell con un festival como Dios manda, teniendo como tenemos la playa, esta casa y todos los recuerdos del maestro? Pero si está a una hora de Barcelona. Ahora el museo está precioso y ha tomado impulso. Yo he enviado casi todas las cosas que tengo, porque las hay que están en Puerto Rico donde él también tiene una historia, y allí es donde deben permanecer.
¿No querría que quedará todo en El Vendrell?
Es que lo estará, tengo duplicado de todo y todo el mundo quedará contento, esa es mi labor.
¿Y el cello que usó para su concierto en las Naciones Unidas?
Lo tengo yo y lo cedo a importantes talentos. Desde que murió lo han tenido 15 o 20. Ahora Amit Peled.