Harnoncourt ha muerto al tiempo que ha aparecido su último disco. Un homenaje a Beethoven -Cuarta y Quinta sinfonías- que parece un testamento. Porque recurrió para grabarlas a la orquesta de su vida -Concertus Musicus Wien- y porque la versión demuestra la personalidad y la originalidad de Harnoncourt, demiurgo de un Beethoven telúrico, magmático. Que suena y abruma como nunca lo habíamos escuchado. Y que explica la mayor contribución de Harnoncourt a la música: la clarividencia, la capacidad de leer entre líneas, el asombro de convertir el silencio en la nota más sonora de la partitura, la concepción oceánica de la lectura musical.
A Harnoncourt le interesó menos el oleaje que la corriente. Nos llevó siempre a las profundidades. Sus conciertos eran acontecimientos. Sucedían cosas. Se producían experiencias memorables, trascendiendo la especialidad barroco que hizo del maestro berlinés un descubridor de Monterverdi, un cantor de Bach, un costalero de Handel, un discutible mediador vivaldiano.
Discutible quiere decir que Harnoncourt nunca buscó ni encontró la unanimidad. Menos aún cuando las grandes batutas de su generación -Karajan, Bernstein, Maazel, Solti- debieron observarlo como un excéntrico amanuense que halló en el barroco su territorio marginal. Fue el contexto en que grabó junto a Leonhardt la integral de las cantantas de Bach, proeza discográfica sin equivalencia y canon estético del que mamaron los herederos británicos, holandeses y franceses.
Harnoncourt perseveró en la minoría con la reputación del pionero. Y se despechó después como director de orquesta sin restricciones, hasta el extremo de concederse experiencias tan insólitas como el Porgy and Bess de Gershwin y la Aida de Verdi. No pasará a la historia gracias a ellas. Pasará a la historia por haber comprendido el misterio de Mozart en Don Giovanni. Por haber llegado a la esencia de Beethoven en la prisión Fidelio. Por haber acompañado de la mano el viaje a ninguna parte de Schubert. Por haber despojado a Dvorak de la propaganda. Por haber hallado la llave de Bruckner en el órgano de Graz. Por haber hecho de la música un rito dionisiaco. Harnoncourt ejerció de chamán, de brujo, pero también se demostró como un sabio, un filósofo, un humanista, desmintiendo el arquetipo del director/dictador. Ni siquiera llevaba batuta. La música se le deslizaba entre los dedos. La contenía. La exudaba.
Y su reino no fue de este mundo hasta que apareció entronizado en el Concierto de Año Nuevo de 2001. Allí descubrieron los profanos la expresividad de su gesto, las facultades de telepredicador, la hondura de su mirada, el carisma hipnótico, la combustión de la Filarmónica de Viena, el esfuerzo con que Harnoncourt hizo de la música una liturgia de la vida y de la muerte. Del sonido y del silencio. Tanto color. Tanto contraste. Tanta dinámica. Tanta implicación. Tanta emoción. Tanta pena, tanta. Ha muerto Bach otra vez. Y ha muerto Mozart.