11/3/2014 |
Si lo vemos con la debida perspectiva -y honradamente, en este oficio no queda otra-, podemos afirmar, sin miedo a dejarnos llevar por la emoción del momento, que la importancia de Gerard Mortier en la historia de la ópera es similar a la que en su día tuvo Maria Callas. Esta afirmación es algo que pone a muchos de los nervios, pero quizás estos días de luto, tras conocer el domingo la triste noticia de su fulminante muerte, conviene desarrollarla aunque le acusen a uno de exagerar.
Cuando la Callas revolucionó su mundo entraron en juego aspectos que tenían que ver con la espectacularidad. No de su voz, que contaba con soberbias competencias en la época, sino por la singularidad de un estilo interpretativo que introducía el teatro, las dimensiones dramáticas de los personajes, dentro de un ambiente que bebía aquellos tiempos del ciclón que en el cine y en los escenarios llevaba la marca del famoso método.
Para que el público acudiera a la ópera se imponía la necesidad de darlo todo en el escenario, una veracidad que ayudara a conectar con el personaje en cuestión. La Callas trasladó al teatro musical lo que Marlon Brando aportaba a las pantallas. Una desnuda autenticidad alejada del recitativo, una trasmutación en vivo.
Fueron aires que la cantante supo incorporar a un arte que no podía sobrevivir al mero vestigio de las partituras expuestas ante el público como si se tratara de palos sosos con capacidad vocal y eso cambió para siempre el papel de los cantantes. Además de superdotados musicales debían convertirse en actores más que convincentes. Con aquel tirón, una disciplina que se basa en la resurrección de algo muerto, en piezas de museo mostradas con aire, movimiento y cierto sentido escénico ante un grupo de personas que, en muchos casos, fingen creer lo que están viendo, la ópera aguantó un buen puñado de décadas y consolidó el reino de los divos.
En estas llegó Gerard Mortier a Salzburgo y quiso ir un paso más allá. Aparecía el belga en aquella ciudad ahogada por los convencionalismos –hasta hoy sobrevivientes, en muchos sentidos-, muy mal acostumbrada en demasiados aspectos a la herencia caduca que les había dejado el paso imperial de Herbert von Karajan y, como Callas en su día, lo transformó todo. Mortier llegaba como un intelectual consciente de que, en ese momento, aplicaba sus convicciones y alumbraba y convencía al mundo de que aquel era el camino, o el arte que le fascinaba desde niño tenía los días contados.
¿En qué se basaba su revolución? En atraer nuevos públicos –mayoritariamente jóvenes con quienes pasar el testigo generacional y lograr que dicho arte encauzara 20 o 30 años más de vida- para así forjar unos poderosos cimientos con que atravesar el siglo XXI. ¿Cómo lo haría? Consciente de que con una base musical decente, fuerte, de calidad, el poder futuro debía trasladarse a los directores de escena. Es decir: añadir visiones, lecturas, ironías, propuestas, provocaciones modernas y contemporáneas con creadores que supieran trasladar al presente y al futuro la esencia de un arte superado en gran parte por el tiempo y sobre todo atropellado por el convencionalismo de un público difícil de mover de sus obtusas posiciones. Lo logró. Incorporó talentos ajenos, incluso ignorantes de un mundo que para permitir el acceso solía aplicar exigentes exámenes, y dio la vuelta a un arte que vivía tiempos amenazantes por su propia sombra de caducidad.
Abrió los escenarios y los repertorios a gentes de teatro que venían de todo el mundo, todas las sensibilidades: de la vanguardia extrema a la contundencia probada, del salvajismo –después en buena medida domado- de la Fura dels Baus a la delicadeza estética de Bob Wilson, cabía todo y a todo lo que tuviera que ver con eso, siempre con una calidad probada como tarjeta de presentación, convocó. Con ello salvó y dio un plazo vital de supervivencia a un arte que siempre contará con el riesgo de venirse abajo si no se renueva constantemente. Impone además que se haga de manera radical, como él lo acometió en su etapa de Salzburgo y después en la Cuenca del Ruhr o en la Ópera de París.
Su paso en Madrid, en cambio, para mi gusto, fue más moderado. Siempre con el colmillo al acecho y una predisposición a la agitación sana y comprometida, sus temporadas en España adolecieron de un sentido de la provocación un tanto superado por los tiempos y la necesidad de otras visiones. En el Teatro Real desplegó su catálogo de grandes éxitos aumentado con nuevas propuestas que a veces fracasaban estrepitosamente en medio de la frialdad –que no del escándalo o la división de opiniones- del público y otras triunfaban convenientemente.
Era su sello. Todo o nada. Sin medias tintas ni reservas que lo distrajeran de lo que convincentemente, aunque se equivocara, creía conveniente. Así nos dejó un delicioso estado de provocación siempre cortés y una presencia que jamás llamaba a la indiferencia. Noble y autoexigente, aprendió una lengua que le permitía comunicar personalmente siempre lo que andaba buscando.
Simpático y combativo, me confesó en alguna de nuestras largas charlas, que una de las cosas que más lamentaba no haber podido desarrollar como la ocasión lo merecía, era un mayor vínculo con América Latina. Allí quiso viajar juntos para que pudiera beber el pulso del talento y las vocaciones emergentes que en el continente se están desarrollando: de Venezuela a Perú y de México a Argentina. Ya no podrá incorporarlas como es debido a los públicos de la vieja Europa. Otros tan valiosos e inteligentes como él, seguramente sabrán recoger el testigo.
Jesús Ruiz Mantilla
El Concertino