La muerte le rondaba y Gerard Mortier lo sabía. No se engañaba. Al menos así me lo hizo saber. No rehuyó ninguna pregunta, al menos todas las que durante una hora me permitió que le hiciera hasta que el cansancio empezó a velar sus ojos de un azul del norte perlándose de gris. Era un hombre de gestos parcos, elegante y contenido, con esa mezcla de rigor jesuita a la hora de exigirse una actitud ante la vida y sus desplantes y puritanismo belga. Una aleación. No cambió de postura en todo el tiempo, no descruzó las piernas, no tocó el té que le habían dejado sobre la mesa del salón de la confortable casa de unos amigos franceses en la calle Alfonso XII, un balcón prodigioso sobre el entonces leñoso del Retiro, un mar de invierno, latente: un grabado de la muerte de la naturaleza que era, en realidad, una premonición. Miraba fijamente a los ojos de su interlocutor, si bien desde la penumbra, que dejaba los suyos en sombra: el cielo y la vegetación de enero estaban a su espalda, como el ciclorama de un teatro que hubieran elegido Mortier y Messiaen para una ópera crepuscular.
Consiguió que la ópera volviera a prender con pasión
Era 28 de enero y el frío de Madrid se encargaba de que fueras consciente de sus agujas. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, pero no hacía el menor alarde, ni de valentía ni de miedo. Enjuto, vestido de sport, pero con cuidada elegancia, con la sola concesión de unas pantuflas blancas de estar en casa, pero idénticas a las que balnearios y grandes hoteles han instituido como parte de su atuendo para servir de paréntesis entre el mundo y sus paredes, confesó que había cerrado su casa de Madrid porque, entre la enfermedad y su nueva condición de «asesor artístico del Real», ya no la necesitaba.
Hubo dos momentos emocionantes en una conversación que transcurrió plácidamente, sin la menor interrupción. (Era un sexto piso, pero los cristales dobles de los grandes ventanales sobre el parque central de Madrid hacían del tráfico un rumor amable, como si Madrid se hubiera convertido en Amberes). Cuando le pregunté cómo se encontraba: «Yo pienso que el cuerpo es un conjunto de átomos, pero tiene también una parte espiritual. Yo creo que el aura, el carisma, es algo que uno tiene o no, que somos algo más que carne. Al mismo tiempo pienso que la muerte es el final, pero tus átomos continúan de alguna manera viviendo, tanto si tu cuerpo es cremado como si es enterrado».
«Yo provengo de una familia muy sencilla, trabajadores»
Al terminar la entrevista me acompañó hasta la puerta del ascensor, nos dimos la mano y nos deseamos suerte. Me hubiera gustado acompañarle en aquellos viajes en coche, de 500 kilómetros, cuando tenía 21 años, entre Bélgica y Alemania, por amor a la ópera. Gerard Mortier murió el sábado a los 70 años en Bruselas. Buen viaje.