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«Tristán», el arma más poderosa

14/1/2014 |

 


Profundizar en esta obra wagneriana es descubrir el poder desasosegante de la música: el ungüento más letal, el elixir más hipnótico

El propio Wagner se asombró del efecto que había logrado y al concluir el segundo acto de su ópera declaró haber llegado a un límite que nunca podría superar. Había inventado la música del futuro y la había rodeado de mil imágenes. Tantas y tan mágicas como las que cualquier día, a cualquier hora, es capaz de reinventar Venecia, la ciudad donde quiso escribir «Tristán». La ciudad donde murió.

Es inevitable pensar en todo ello mientras se asiste a la producción programada estos días en el Teatro Real y estrenada el domingo. Propuesta vista por primera vez en París en 2005, que tiene ya algo de clásico, y en la que sobre el negro absoluto del escenario se abre una gran ventana abierta a los vídeos creados por Bill Viola.

Ahora son ya muchas las ocasiones en las que el vídeo es un elemento habitual del espacio escenográfico, varias en las que lo proyectado, además de apelar a una impresión abstracta proporciona una escena paralela, el alter ego de los personajes. Pero son menos aquellas en las que el objeto se usa de forma tan radical, obligando a reducir el gesto escénico a la expresión justa, aquí según diseño de Peter Sellars, y en diálogo casi en exclusiva con la música, el gran misterio de «Tristán».

La entrega de la orquesta

Tanto es así, que si estas representaciones tienen valor trascendente es desde la mucha enjundia de la versión musical. A la cabeza de ella está el maestro Marc Piollet, para quien la obra se rige por una sonoridad amalgamada, de cierta espesura, poco interesada en la metafísica, en el dibujo de un gran e inabarcable arco expresivo, y más atenta a la recreación de los momentos. La manera en la que se ataca el característico acorde inicial es toda una declaración de principios, como lo es el desarrollo global del segundo acto, incluso la «tortura del anhelo» en la que se inscribe el tercero a partir de una música tan definitivamente obsesiva.

Piollet y la Orquesta del Real, que se entrega sin receso, mantienen la pujanza con la misma gallardía con la que Violeta Urmana defiende a Isolda. La voz afilada, la fornida intención, lo pasional de su interpretación aflora en un continuo que concluye con un «Liebestod» penetrante como un cuchillo. También mantiene el fulgor Robert Dean Smith, aunque con la voz algo más gastada, dejando asomar a veces un incómodo vibrato y llegando con síntomas de cansancio en el tercer acto, si bien repone fuerzas de manera notable ante el retorno de Isolda. Franz-Josef Selig, el rey Marke, hace gala de autoridad y grandeza vocal, y en la interpretación prefiere apegarse a la tierra antes que a la nobleza de un rey con alcurnia. Estupendo también el resto del reparto: el vehemente Kurnewal de Jukka Rasilainen, el valeroso Melot de Nabil Suliman, la turgente Brangäne de Ekaterina Gubanova

Cierta ingenuidad

Todos, ya se ha dicho, evolucionan según una escenificación mínima, austera, centrada en el gesto, con una plataforma como único elemento corpóreo. El trabajo de Sellars, en este sentido, es un dechado de sabiduría teatral, de refinamiento, con independencia de que se le escape algún detalle de cierta ingenuidad: un beso más adolescente que pasional o la falta de intensidad en algún momento culminante, particularmente el primer «instante infinito» en el que los protagonistas descubren el amor.

En su descargo es necesario hacer constar la gran presencia que en ese justo momento tienen las imágenes propuestas por Viola, el realismo con el que todavía se maneja antes de que evolucionen hacia algo más etéreo, fantasmagórico. Sucederá en el tercer acto que nace en aguas oscuras, en oleadas que parecen apelar a aquella Venecia extinguida que para Wagner concordaba «con mi deseo de soledad». Al menos apetece que así sea.

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
Abc

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