9/12/2013 |
En octubre se cumplieron 200 años del nacimiento de Giuseppe Verdi. Italia sigue identificándose aún hoy con su arte y su humanismo. Hasta cierto punto la exclamación “Viva Verdi” que un espectador lanzó al aire antes de comenzar La traviata este sábado en el Teatro alla Scala de Milán era un grito de solidaridad nacional. Como lo era en el siglo XIX en pleno periodo del Risorgimento. Como lo fue el viernes en las manifestaciones callejeras contra las injusticias provocadas por la crisis, en los alrededores de un teatro acordonado por las fuerzas de seguridad. El presidente Napolitano fue recibido con muestras de afecto al acceder al palco principal. Se ovacionó también a Nelson Mandela, y se guardó un minuto de silencio en recuerdo de su comportamiento. Volvía a sonar La traviata en Milán. El peso de la Historia estaba latente, personificándose quizás en María Callas dirigida por Carlo María Giulini en una puesta en escena de Luchino Visconti a mediados de los cincuenta. Los recuerdos, ay. Cuando Mirella Freni se atrevió en el mismo escenario con el papel de Violetta, ocho años después, aún estando arropada por Karajan, fue abucheada con gritos de “Vete a cantar La Bohème”. Los mitos de la ópera, los viudos de la Callas: en fin, otros tiempos. Riccardo Muti se atrevió a programar esta ópera en La Scala en 1990, con Liliana Cavani y Dante Ferretti. Hubo que ocultar a la protagonista, Tiziana Fabbricini, en un convento, para que nadie interfiriese en su concentración. Qué bien contaba estas cosas el siempre añorado Agustí Fancelli.
Stéphane Lissner, en su última apertura de temporada en La Scala, después de nueve años de supervivencia en Milán, ha apostado por La traviata apoyándose fundamentalmente en dos pilares: la magnífica soprano alemana Diana Damrau y el director de escena más emblemático de la posmodernidad, el ruso Dmitri Tcherniakov, autor de trabajos tan excelentes como el que propuso para Eugenio Oneguin y de otros más discutibles como su visión de Don Giovanni. Al frente de la orquesta estaba Daniele Gatti, un maestro seguro siempre en Wagner y más irregular en Verdi. La intención era presentar, por encima de todo, un verdi de nuestro tiempo. Tcherniakov recordaba en sus declaraciones que Verdi puso en su tiempo sobre la escena para esta ópera a personajes de la calle, similares a los que podían estar en el patio de butacas. El director ruso quería mantener esa idea en nuestros días, aún sabiendo que los tiempos han cambiado, los valores se han hecho más complejos y el amor tiene, según sus propias palabras, “una componente de juego y manipulación” más que de romanticismo decimonónico. La estética de lo cotidiano se imponía, apoyada por un buen oficio teatral. Pero la música de Verdi es la que es, y si se prescinde de la componente emocional en función de un psicoanálisis realista y escéptico algo se tambalea. La sensación de distancia aparece, la comunicación no es efectiva y la representación desemboca en la frialdad, por muy esmerada que sea técnicamente hablando. Incluso la estupenda Diana Damrau sucumbió a la gelidez en el primer acto desde una técnica impecable. Luego se sobrepuso y alcanzó su momento de mayor entrega en un Addio del passato en el que, al fin, las emociones hicieron acto de presencia. Fue, en cualquier caso, la triunfadora de la noche, la única unánimemente ovacionada, mientras la bronca caía sobre el equipo escénico, y la división de opiniones se centraba en Piotr Beczala, que dejó bastante que desear como Alfredo, y en Daniele Gatti, con una dirección descafeinada y caprichosa en los tempos, impropia de una sesión inaugural del teatro alla Scala. No se puede hablar de fracaso pero sí de un nivel artístico por debajo de lo esperado.
Y así, en el juego de las comparaciones, Roma ganó por goleada a Milán y Nápoles. Fundamentalmente por la magistral dirección de Riccardo Muti, al frente de una orquesta y coro del teatro romano que están en estado de gracia. Un milagro, créanme. El elemento determinante era la pasión, algo fundamental en la ópera italiana, y particularmente en Verdi. Y con pasión cantaron Francesco Meli, Tatiana Serjan, Ildar Abdrazakov o Luca Salsi. Luego está el estilo, la administración del legado verdiano, el clima de tensión musical de principio a fin. En la dirección escénica se movió Hugo de Ana con sus premisas estéticas habituales: evocación historicista, fabuloso sentido de la composición plástica, movilidad en función de los sentimientos de los personajes. Ernani, así planteada, es una obra maestra absoluta. El público reaccionó con un entusiasmo indescriptible y hasta se bisó en algunas funciones el coro Si ridesti il Leon di Castiglia. Sobre el papel era la representación más convencional y, curiosamente, resultó la más avanzada. Habrá que creer a Verdi cuando dice aquello de “volvamos a lo antiguo y será probablemente lo más moderno”. Ironías aparte, Roma marcó la diferencia musical. Y cuando la música funciona el resto se puede disculpar, pero si la música no convence no hay puesta en escena que salve un espectáculo.
La traviata se representa en el teatro alla Scala de Milán hasta el 3 de enero; Aida en el teatro San Carlo de Nápoles hasta el 17 de diciembre, y Ernani en el teatro dell’0pera de Roma hasta el 14 de diciembre.
Juan Ángel Vela del Campo
El País