Sucede lo mismo con Farinelli. Cualquier manera de emularlo es una aproximación. Sospechamos cómo podía cantar. Conocemos su repertorio, su increíble tesitura, el aire que cabía en sus pulmones, los documentos que acreditan el eclipse de Carlo Broschi en el siglo XVIII, pero los homenajes póstumos retratan un pedestal sin estatua.
La paradoja ocupa un segundo plano cuando se producen conciertos como el de anoche en el Auditorio Nacional. Comparecía Philippe Jaroussky para desglosar las arias que Porpora concibió a la gloria de Farinelli. Y lo hacía consciente del reclamo musical y mitológico que implica invocar el espíritu del "castrato dei castrati".
No se trataba de vampirizarlo con oportunismo. Se trataba de convertir a Farinelli en un pretexto o en varios pretextos. El más evidente consistía en reivindicar la figura de Porpora como esteta napolitano y como figura visionaria de transición entre el barroco y el clasicismo, aunque esta sobreposición de homenajes póstumos en la vigilia de Halloween adquirió un lugar subordinado respecto a la categoría artística de la velada.
Me refiero a la sensibilidad de Jaroussky y a la asombrosa competencia de la Venice Baroque Orchestra, cuyo director titular, André Marcon, prodigo un ritual de alquimia musical que mantuvo al público estupefacto y entusiasta. Especialmente en las arias contemplativas y en las plegarias, transformadas por Jaroussky en un ejercicio prodigioso de expresividad, dinámica sonora, afinación, hondura y sugestión artística.
No hacía falta ser adolescente ni madre de familia para aclamarlo. Y hago la aclaración porque el propio Jaroussky me confesaba en una reciente entrevista que percibía en el público, en "su" público, una particular devoción entre matronas y los "teenagers" (literal), quizá porque él mismo parece un hijo ideal y un cantante joven que nunca envejece.
Dejamos estas cuestiones para los psicoanalistas y destacamos que Jaorussky cantó para todos los públicos. Incluidos los miembros de la orquesta veneciana, pues se trataba de hacer música juntos y de romper cualquier atisbo de distinción jerárquica. Hasta el extremo de que iban todos vestidos de negro para solemnizar el rito de iniciación.
Suele ocurrir que los divos comparecen con grupos musicales mediocres a expensas de la recaudación y de la brillantez individual, pero Jaroussky ha preferido aliarse con una orquesta barroca excepcional cuyos cromatismo y estética predisponen la sensibilidad y la belleza de las arias. Entre ellas destaco arbitrariamente "Le limpid onde" de Ifigenia en Aulide. No ya por los méritos canoros del contratenor en sus matices y en su fraseo, ni por el criterio teatral de Marcon, sino por la atmósfera pastoral que crearon el uno y el otro meciéndose en los vaivenes de los pasajes solistas -la flauta, el oboe, el fagot, el laúd- incitando en los espectadores la pretensión de que la música no se terminara nunca.
Los mismos elogios podrían hacerse del monumento de "Alto Giove", cuya primera noticia en la biografía de Jaroussky se explica porque Gérard Corbiau la incluyó en la banda sonora de "Farinelli". Fue a ver la película Jaroussky en sus mocedades. Que entonces era violinista. Y no le produjo ninguna impresión consciente. Otra cuestión es el subconsciente. Y la devoción con que Jaroussky evoca a Farinelli, dando forma a la estatua invisible del pedestal, portándonos la luz de una estrella muerta.