Si es cierta la afirmación de Oscar Wilde según la cual cada logro nos trae un enemigo, entonces la importancia de un artista podría medirse en función del número de sus adversarios. Aquí es donde la grandeza artística de Wagner se impone de forma definitiva, pues pocos compositores han provocado tantas adhesiones y también tantos rechazos. Wagner admite incluso una opción aún más singular: es un músico al que se puede amar y odiar a la vez. No hay contradicción alguna en ello: Wagner es tan «amplio» que se le puede considerar como uno de los más grandes genios y, al mismo tiempo, encontrar insoportables muchos aspectos de su obra.
«Wagner pertenece a mis enfermedades», reconocía Nietzsche. Ferviente wagneriano en sus comienzos, Nietzsche se convirtió en uno de sus más virulentos detractores. Sus objeciones son más de carácter filosófico que musicológico, pero es posible encontrar en ellas intuiciones capitales también en ese sentido. Me quedo con una. En «Nietzsche contra Wagner», el filósofo explica la melodía infinita wagneriana en esos términos: «Es un adentrarse en el mar: Poco a poco uno pierde pie firme y se abandona al favor o disfavor del elemento: uno tiene que ''nadar''». La observación es crítica, pero centra absolutamente los términos de la cuestión. Con su fluidez, con su renuncia a cristalizar en estructuras fijas (aria, melodía, tonalidad), la música de Wagner obliga al oyente a «nadar», mientras que la música del pasado obligaba a «danzar».
Puesta de sol
Claude Debussy fue otro wagneriano de primera hora que luego abjuró. Él mismo reconoció su pecado de juventud al afirmar que Wagner era una puesta de sol que muchos confundieron con un amanecer. Dos fueron los principales blancos de su polémica: la demasiado lineal correspondencia entre personajes y temas musicales establecida a través del «Leitmotiv» («El sistema del 'Leitmotiv' hace pensar en un mundo de locos inofensivos que presentan su tarjeta de visita y gritan su propio nombre mientras cantan») y el carácter tupido y homogéneo de la orquestación wagneriana («Una suerte de masilla multicolor esparcida casi uniformemente, en la que ya es imposible distinguir el sonido de un violín del de un trombón»).
Con su fluidez, la música de Wagner obliga al oyente a «nadar»
Difícil encontrar a enemigos más perspicaces. Stravinsky tiene razón cuando afirma que Wagner es el perpetuo fluir de una música que no tiene ningún motivo para comenzar ni razón alguna para terminar. Sin embargo, lo que se percibe como un límite insalvable, puede verse también como un logro genial.
Genio de la decoración
Otro implacable enemigo de Wagner fue Eduard Hanslick, el mayor crítico musical del siglo XIX. Con motivo de una representación de «Lohengrin» en 1858, Hanslick escribió un extenso artículo que constituye una pormenorizada y demoledora refutación de la estética del compositor: «La música de la ópera de Wagner se deriva esencialmente de la declamación y de la instrumentación. Estos dos factores, que hasta ahora han figurado como ornamento y apoyo del pensamiento musical básico, han sido ‘‘emancipados’’ y empujados a un primer plano como elementos dominantes. Presumir de reemplazar la melodía con un recitativo que sube y baja es al mismo tiempo la raíz y la flor del error de Wagner».
«Wagner pertenece a mis enfermedades», afirmó Nietzsche
Wagner se vengó de Hanslick inspirándose en él para el personaje de Beckmesser en «Los maestros cantores». Ahí se equivocaba. Porque, en contra de las apariencias, sus enemigos fueron los más lúcidos cómplices de su grandeza. Tanta diatriba envenenada abona la sensación de que Wagner fue una enfermedad por la que había que pasar, aunque fuera simplemente para liberarse de ella. Así terminaba por reconocerlo el propio Nietzsche en medio de sus invectivas más agrias: «Wagner resume la modernidad. No queda más remedio, hay que empezar siendo wagnerianos...».