6/4/2013 |
Por extraño que pueda parecer, cabe entroncar fácilmente a Cage con Wagner, porque su maestro y mentor en Los Ángeles, Arnold Schönberg, dio comienzo a su “emancipación de la disonancia”, a su revolución —atonal primero, dodecafónica después—, apurando justamente la misma mecha que había empezado a prender tras la subversión armónica operada por Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo o Parsifal. Schönberg reconoció que Wagner había fomentado “un cambio en la lógica y en el poder constructivo de la armonía”, lo cual había dado lugar a un “destronamiento” de la tonalidad, al tiempo que confesaba haber aprendido de él que “es posible manipular los temas con fines expresivos” y “considerarlos como si fueran ornamentos complejos, de manera que puedan utilizarse con respecto a sus armonías de un modo disonante”. Inculcó esta misma admiración a sus alumnos y Alban Berg regaló a su maestro en las navidades de 1911 la primera edición comercial de Mein Leben (la reinvención fabulada de Wagner de su propia vida hasta 1864). Schönberg leyó el libro, sin embargo, con sentimientos ambivalentes, pues apenas halló lo que más ansiaba descubrir. En una carta de agradecimiento enviada a Berg el 13 de enero de 1912 confiesa echar en falta “revelaciones sobre las experiencias internas que lo condujeron a sus obras. Él escribe, en cambio, casi exclusivamente —y de manera intencionada, es evidente— sobre circunstancias externas”.
El autor de los Gurrelieder pone el dedo en la llaga que asoma en cuanto empieza a ahondarse en la figura de Wagner. El músico escribió de manera casi compulsiva sobre cualesquiera temas imaginables, compendiando, como ha escrito uno de sus grandes exégetas, Carl Dahlhaus, “toda la herencia intelectual de su época”. La modestia le era ajena y a los sesenta años ya había supervisado personalmente la publicación de los nueve primeros volúmenes de sus Escritos y poemas completos, en los que conviven entremezclados premoniciones y desvaríos, discernimientos y aberraciones: el caso más flagrante y conocido, el ensayo El judaísmo en la música, un verdadero catálogo de infamias y atrocidades. Tampoco dejó al margen de su grafomanía su periplo vital. Empezó a dictarlo en 1865 a su entonces amante, Cosima von Bülow, si bien mitologizando tendenciosamente este soberbio ejercicio de egotismo y maquillando a capricho su biografía. La remozó a fin de presentarla tal y como quería que hubiese sido realmente, con objeto de poder postularse, sin que nada chirriara, a los dos títulos que ansiaba ostentar por encima de todo: el de heredero natural de Beethoven y el de gran redentor —una palabra tan de su gusto— del “sagrado arte alemán”, así caracterizado al final de Los maestros cantores de Núremberg.
Wagner anhelaba, por encima de todo, sobrevivir. Ya que físicamente no era posible, buscó hacerlo a través del avatar del wagnerismo, que él mismo fundó, y que constituye un caso único de religión en la que se arrogó para sí los papeles de dios, profeta, evangelista, forjador de ritos y arquitecto ante mortem de su propio santuario: Bayreuth. Llegó incluso a paralizar la composición del Anillo, su proyecto más ambicioso, hasta que no tuvo garantías de que el Festspielhaus llamado a acogerlo sería por fin una realidad. Su condición de templo hegemónico por antonomasia quedaría refrendada años después con la prohibición de interpretar Parsifal en ningún otro lugar que no fuera Bayreuth. Wagner antepuso todo a la pervivencia de sus ideas y no hizo nunca ascos a maquinaciones, mentiras o subterfugios para conseguir sus propósitos, algo que lo sitúa en las antípodas de Giuseppe Verdi, su exacto contemporáneo y compañero natural de efeméride. Giuseppina Strepponi se preguntaba en 1869, en una carta al editor Ricordi: “¿No es cierto, Giulio, que en Verdi el hombre supera al artista?”. Difícilmente cabe plantearse una disyuntiva semejante en el caso de Wagner, de conducta y opiniones muchas veces indefendibles, de una incontinencia oral pareja a la escrita, pero capaz de elevarse sobre todas sus miserias y contradicciones en su faceta de creador iconoclasta y visionario. Porque es aquí donde hay que rendirse ante los logros de este compositor en gran medida autodidacta que sí acusó, en cambio, con fuerza en su música influencias exógenas.
Hay quienes han caído en sus redes, como Friedrich Nietzsche, y luego se han tornado apóstatas furibundos: el filósofo alemán pasó de idolatrarlo como un dios a tildarlo del “archiembaucador”. “Éramos amigos y nos hemos convertido en dos extraños condenados a ser enemigos aquí en la tierra”, escribió en 1883, aunque al final de su vida, en Ecce Homo, aún tuvo arrestos para admitir que Wagner había sido “el mayor benefactor” de su vida. Otros, como Thomas Mann, fueron siempre fieles a una atracción que vivieron como irresistible (aunque, en su caso, poblada de oscuridades, patologías sexuales y afinidades edípicas). Más incluso que el Anillo, la ópera que no ha dejado nunca de conquistar devotos ha sido la más radical de todas, Tristán e Isolda, por lo que no puede sorprender su presencia, muchas décadas después, en propuestas no menos vanguardistas como La tierra baldía, el largo poema de T. S. Eliot, o Un perro andaluz, la breve película de Luis Buñuel. Nietzsche pensaba que “todo el mundo debe quedar fascinado por su música”. Esta nos apela y remueve por igual, comprendamos o no su carácter revolucionario —que va mucho más allá de sus hallazgos armónicos— y la extraordinaria complejidad de su armazón interna. Hay pocas músicas más sobrenaturales que el dúo del segundo acto y nadie lo ha expresado tan gráfica, cruda y cabalmente como el compositor Virgil Thomson, un crítico musical de sagacidad e ingenio inigualables: “Los amantes eyaculan simultáneamente siete veces”, momentos todos “claramente indicados en la partitura”. Isolda, un personaje femenino que rompe por completo con una tradición secular y es, operísticamente hablando, la primera mujer moderna, rememora al final del drama, casi como una alucinación, parte de la música de ese dúo, cuando ambos cantan: “¡Así moriríamos para, sin separarnos, eternamente uno, sin fin, sin despertar, sin temer, sin nombre, abrazados en el amor, entregados del todo a nosotros, vivir únicamente para el amor!”. La melodía parece emanar del cadáver de Tristán que tiene a su lado y solo ella la oye al tiempo que, más que propiamente morir, se transfigura para evitar la separación de su amado y trascender con ello el deseo y el dolor (las heroínas de Wagner no agonizan desangrándose como sus héroes, sino que expiran sin más o se inmolan). “Ya no es ni siquiera música”, le confesó un día un anonadado Bruno Walter a Thomas Mann después de haber dirigido Tristán e Isolda. Es mucho más que eso: en los primeros años había personas que se desmayaban e incluso vomitaban durante la representación. Y el primer Tristán, el tenor Ludwig Schnorr, murió tan solo un mes después del estreno en Múnich. Acababa de cumplir 29 años.
Al final, el 13 de febrero de 1883, en Venecia, el creador omnipotente, el dios, encontró también la muerte, pues, como dice Gurnemanz sobre Titurel en el tercer acto de Parsifal, su última ópera, Wagner resultó ser al cabo, también él, “un hombre como todos”. Pocos meses antes se había parado el corazón de Charles Darwin y solo cuatro semanas después fallecería su compatriota Karl Marx en Londres. Los tres grandes revolucionarios del siglo XIX (Sigmund Freud era aún demasiado joven para haber roto moldes), los tres artífices de la modernidad, se iban casi a la vez, con los deberes hechos, dejando un mundo radicalmente diferente del que se habían encontrado y con los tres ismos a que dieron lugar sobreviviéndoles como activísimos fermentos de transformación política, científica y cultural. Para Wagner, sin embargo, lo peor estaba aún por llegar: su viuda lo sacralizó y sus hijos políticos lo nazificaron. Cosima, que había ofrecido una visión paradisiaca de la vida de la pareja en sus diarios, ejerció, con mejor voluntad que acierto, de custodio y suma sacerdotisa del Grial del wagnerismo, haciendo de su R un objeto de culto. Pero, muy pronto, de la hagiografía se pasó a la demonización. Su hija mayor, Eva, se casó con un apóstol del racismo, Houston Stewart Chamberlain, y la muerte del heredero, el débil Siegfried, que sobrevivió solo cuatro meses a su madre, dejó las riendas de Bayreuth en manos de su mujer, otra británica, Winifred, una nazi confesa que sentía una fascinación enfermiza por Hitler y que había vivido su primer éxtasis wagneriano a los 17 años: “A partir de ahora, para mí ya no existía otra cosa que Wagner y el mundo de Bayreuth”. El legado del compositor quedaba así, irremediablemente, a los pies de los caballos. Él había tirado las primeras piedras, es cierto, pero la lapidación en toda regla quedó en manos de otros.
Si los directores de escena suelen sentirse hoy a sus anchas para hacer y deshacer a su libre arbitrio, imponiendo su peculiar concepto de una ópera, en el caso de los dramas de Wagner, merced al amplio margen de discrecionalidad interpretativa que ofrecen y al fuerte componente simbólico intrínseco a su concepción original, las tropelías se suceden sin freno en una carrera disparatada hacia el absurdo. Tras no pocos vaivenes, Frank Castorf será finalmente el encargado de dirigir escénicamente, a partir del próximo 26 de julio, la esperada tetralogía del bicentenario en Bayreuth, ambientada tras la II Guerra Mundial y con el petróleo haciendo las veces del oro de nuestra época (por más que, de resultas de la crisis, el metal precioso esté ahora reviviendo esplendores de antaño). Será difícil que agite las conciencias y levante las polvaredas de la del centenario del estreno, la rompedora, audaz y a ratos incongruente producción de 1976 dirigida por Patrice Chéreau y Pierre Boulez.
Luis Gago
El País