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Montsalvatge: músico, crítico

7/3/2012 |

 

 

Su producción abraza canción, ópera, obras para solista, de cámara, orquesta sinfónica, ballet, cine... | La figura del compositor y crítico no deja de crecer como uno de los maestros de la música catalana, española y europea del siglo XX

2012 es el año de Xavier Montsalvatge (1912-2002). Una oportunidad para consolidar su legado artístico y acercarnos a su fecunda labor como crítico, ejercida sobre todo en las páginas de 'La Vanguardia'

Cuando nos disponemos a conmemorar, el próximo domingo, el centenario de su nacimiento y a diez años de su desaparición, la figura del compositor gerundense Xavier Montsalvatge (1912-2002) no deja de crecer en nuestro imaginario colectivo y en la estima de melómanos e intérpretes como uno de los grandes maestros de la música catalana, española y europea de la segunda mitad del siglo XX. Su música ha conseguido superar la prueba más difícil: mantener su vigencia frente al inexorable paso del tiempo, resistiendo los embates de las modas y más allá de eventuales éxitos coyunturales –que los tuvo y en abundancia– para constituirse en patrimonio vivo de nuestra mejor tradición musical.


Admiramos particularmente de Montsalvatge su capacidad de integrar los acentos locales en una perspectiva universal y cosmopolita, equilibrio este que resulta determinante, junto con las múltiples cualidades de su oficio –dúctil y refinado– y su radical independencia respecto a cantos de sirena ajenos a su sensibilidad, para que su música haya logrado proyectarse allende su contexto, tanto geográfico como histórico, más cercano y no haya mermado ni un ápice el interés que suscita en las audiencias actuales, así como su poder de comunicar y emocionar.


Son muchas y de naturaleza muy diversa las reflexiones que su figura evoca, tanto en el plano histórico como en lo estético y musical, sin descuidar su vertiente humana. Montsalvatge enlaza con una época dorada de la música catalana del siglo XX, que sólo la perspectiva de los años nos permite comprender y apreciar en toda su magnitud, con nombres tan insignes como los de Eduard Toldrà (1895-1962), cuya extraordinaria y proteica personalidad celebramos también este año; Robert Gerhard (1896-1970), que será objeto próximamente de un importante congreso internacional en Barcelona; o Frederic Mompou (1893-1987), por quien nuestro compositor experimentó siempre verdadera devoción. Prueba de ello lo constituye la pieza pianística que le dedicó, cuyo ocurrente título –Sí a Mompou– es a la vez una elocuente afirmación del aprecio por el autor de las Canciones y Danzas y Música callada, y una muestra fehaciente del ingenio de Montsalvatge al basar toda la pieza –que se desarrolla en un clima suspensivo y delicuescente– en dicha nota, que se convierte así en generadora última de todo su decurso armónico.


Frente a la influencia dominante de la música centroeuropea que tanto peso ejerció en nuestro país desde los años culminantes de la Renaixença, marcados por la figura colosal y diríase insoslayable de Wagner, Montsalvatge será seducido tempranamente por la música francesa, cuya contención expresiva, elegancia, equilibrio formal, claridad y transparencia de las texturas, distancia irónica, penetrante pero nunca hiriente, y delicioso perfume armónico –de ahí su devoción sin límites por Ravel– pasarían a integrarse en el núcleo de su poética personal, refractario a todo tipo de excesos –sugerir antes que afirmar– y a la ambición de trascendencia que reconocemos en otras latitudes.


Ello no significa que Montsalvatge ignorara o desconociera las evoluciones de la música de su tiempo, particularmente convulso y rico en avatares, que él sabrá articular, muy selectivamente y subordinándolas siempre y en todo momento al dictado último de su personalidad, en una superior unidad de lenguaje, que rehúye toda clase de eclecticismos superficiales. Añadamos a ello una virtud no menor, la de un exquisito balance entre los objetivos y los resultados, presididos en todo momento por un elegante sentido de la medida, cualidad que se manifiesta en todos los órdenes de la composición. Artistas coetáneos como Heitor Villa-Lobos, Alberto Ginastera o Francis Poulenc (eximio miembro del grupo de Los Seis) serán algunos de sus compañeros de viaje, como lo fueron igualmente algunos de los intérpretes más grandes que ha dado nuestro país (y otros foráneos), cuya complicidad destacó siempre Montsalvatge como un elemento capital en su desarrollo artístico y musical. Este último nos parece un punto capital. Frente a ciertas actitudes de la vanguardia más acérrima de los años 60 y 70 del pasado siglo, que no siempre parecía reconocer y valorar acertadamente el importante papel del intérprete en el proceso creativo y en la comunicación con el público, como punto final hacia el que converge y donde culmina dicho proceso, Montsalvatge valoraba que únicamente si las obras despertaban el interés de sus intérpretes podían estos tener éxito en la posterior –y crucial– tarea de transmisión y persuasión a ellos encomendada, verdadero acto de recreación: seducir al público.


En paralelo con ello, el trabajo cotidiano con los mejores intérpretes constituye una fuente privilegiada de conocimiento, experiencia y –¿por qué no decirlo abiertamente?– inspiración, que ningún compositor auténtico puede menospreciar y que sólo puede redundar de un modo positivo en el afianzamiento y despliegue de su propio arte y profesionalidad. Mencionar en este punto los nombres egregios de Victoria de los Ángeles y Alicia de Larrocha es obligado y refleja suficientemente el alcance de lo que queremos expresar.


Su producción abraza los más diversos géneros, de la canción a la ópera, de las obras para solistas y para diversos formatos de cámara a la gran orquesta sinfónica, incluyendo partituras para ballet y para el cine, géneros todos ellos cultivados con éxito a lo largo de una trayectoria creativa fecunda y dilatada, transitando una pluralidad de estilos, que abarcan desde el mestizaje avant la lettre de la etapa antillana –maravilloso ejemplo de folklore imaginado–, a los afilados acentos politonales, nítidos perfiles melódicos y factura formal aquilatada y proporcionada de su personal neoclasicismo, de la asimilación conspicua de las técnicas seriales al dominio de una rica y matizada paleta armónica, de la mano de una escritura instrumental siempre idiomática e imaginativa. Montsalvatge reafirma con inteligencia y buen oído el poder estructural del contraste, dimensión que en los tiempos del llamado serialismo integral –que parecía postergar la vertiente más sensorial de la música– parecía haber tocado fondo, reivindicando con finura y cierto sentido sutil de la provocación una paleta armónica generosa pero nunca reduccionista donde la gama de grises de lo atonal convive felizmente con el resto de colores.


Una cuestión ya mencionada, pero que conviene subrayar, conciernea su radical independencia creativa, primera condición de todo auténtico creador, sólo al alcance de aquellos que saben atender a su voz interior sin por ello cerrarse al mundo circundante, y que están dispuestos a pagar un precio por ello. No era este –no lo es nunca– un reto menor, en una época marcada por profundas convulsiones estéticas y cambios lingüísticos que a menudo parecían cruzar el umbral de toda virtualidad comunicativa, y en la que el creador sucumbía con demasiada frecuencia –abdicando de su interiorización crítica– a un ciego historicismo, dictado por mandarines y camarillas que hegemonizaban con su dinámica endogámica cuando no autista el rumbo de la denominada música contemporánea. Montsalvatge soportó con gallardía y buenas dosis de estoicismo las presiones de la época, cuyas manifestaciones adolecían con demasiada frecuencia por estos pagos de elevadas dosis de amateurismo, tensión cuyos ecos sólo en raras ocasiones parece aflorar a lo largo de una producción que mantiene en líneas generales unos niveles de coherencia y calidad envidiables.


El perfil humano y artístico de Montsalvatge quedaría incompleto sin mencionar el trato y cercanía que siempre gustó de mantener con artistas de otros campos –escritores, escultores ypintores–, que llegó a ser determinante para su desarrollo intelectual; aquellas tertulias de genuino cuño mediterráneo donde los juegos de la inteligencia, el brillo y placer de la conversación y la búsqueda del savoir vivre iban estrechamente entrelazados (un recuerdo aquí para Néstor Luján). Él mismo se encargó de subrayarlo en sus imprescindibles Papeles autobiográficos. Al alcance del recuerdo (Fundación Banco Exterior, 1988). El libro refleja las cualidades que han sido ya mentadas y ofrece una sugerente lectura transversal de la época que abarca, haciendo gala de una notable capacidad de observación, puntuada por un sinnúmero de anécdotas y apuntes sociales, históricos y musicales, con pinceladas impresionistas sobre una amplia galería de personajes, vívidas y siempre respetuosas, sin excluir la autocrítica, lo que parece desdecir cierta imagen de bon vivant que a veces le acompañó. Veremos desfilar por sus páginas, que se leen de un tirón, sus reservas frente al germanismo de Morera, su fascinación absoluta por los ballets rusos de Diaghilev y por la música de Stravinski, muy particularmente, su rendida admiración por Mompou, su aguda correspondencia con Dallapiccola.


Como significativa fue también, y resulta especialmente oportuno recordarlo desde las que fueron sus páginas, su actividad como crítico, que desempeñó con regularidad sostenida en La Vanguardia y durante unos tiempos de desazón y esperanza en la revista Destino. En todo momento eran las suyas opiniones idiosincráticas, siempre inteligentes y perceptivas; se podían o no compartir pero no escondía sus cartas, las jugaba sin acritud y siempre resultaba revelador, ensalzaba o cuestionaba severamente, pero una vez más su talante amable y enfoque distanciado le hacían erigirse en referente de opinión; de todo ello puede dar fe quien suscribe. Su labor como profesor de composición, en concordancia con todo lo dicho, completaría el cuadro de la actividad no estrictamente compositiva desplegada por nuestro autor.


El legado de Montsalvatge cuenta en su haber con un nutrido grupo de obras que constituyen sin duda las gemas de su producción, piezas a las que el tiempo ha conferido ya ciertamente la pátina de lo clásico. Permanecen como hitos páginas pianísticas como los tres Divertimentos (1941), con las agridulces irisaciones cromáticas de la habanera; o la Sonatina para Yvette (1960), captando la maravillosa espontaneidad del universo infantil; muchas de sus canciones, encabezadas por esta chef-d'oeuvre imperecedera que representan las justamente celebérrimas Cinco canciones negras (1945), teñidas de una infinita nostalgia y destilando en su orquesta prodigiosa toda la fragancia y embrujo de la noche caribeña; su dilecta atención al género concertante, presidida por el rutilante Concierto Breve (1953); la tensión contrapuntística, ímpetu rítmico y poderío sonoro de Laberinto (1971); la desnudez disonante sin concesiones de las Invocaciones al Crucificado (1969) o la más tardía Sinfonía de Réquiem (1986), con la que parece cerrarse un círculo, y cuyos inequívocos ecos noucentistas –en los que creemos reconocer la voz más íntima y sentida del autor– traducen una expresión más serena, pero también más grave.


Las celebraciones actuales constituyen un maravilloso acicate y la mejor oportunidad para explorar y acercarnos a otros capítulos y registros de su copioso catálogo. Baste mencionar al respecto su música de cámara para diversas formaciones, los conciertos y muy particularmente su producción lírica, con Una voz en off o esta pequeña joya que es El gato con botas, con su depurado lirismo vocal y preciosista escritura orquestal, respondiendo con gracia y encanto deliciosos al ensueño distante y fabuloso de un cuento infantil. Todo ello asegura la pervivencia de un legado que se proyecta en el tiempo con el brillo de la obra bien hecha. ¡Feliz aniversario!

 

Benet Casablancas
La Vanguardia

Catclàssics, música clàssica de Catalunya a internet