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Krzysztof Penderecki: "Voy a escribir una ópera sobre Divinas palabras"

22/11/2003 |

 

El 23 de noviembre el compositor Krzysztof Penderecki cumplirá setenta años. Autor de referencia para la segunda mitad del siglo XX, su vínculo con nuestro país se ha ido estrechando en los últimos años. Galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, su Fanfarria sirvió para abrir el Auditorio de Santa Cruz de Tenerife. El próximo mes de diciembre se pondrá al frente de la Orquesta de la Comunidad y, en junio, estrenará su Concerto grosso para cinco clarinetes en conmemoración del centenario de la Sinfónica de Madrid.

Nadie duda que Krzysztof Penderecki ha sido uno de los grandes creadores del siglo XX. Con un corpus amplio y variado, este inquieto autor ha transitado por el oratorio, la ópera o la sinfonía,tras haber militado en la vanguardia más agresiva. Para la historia ha dejado piezas de la trascendencia de Threnody, Polymorphia, De natura sonoris, el oratorio La pasión según San Lucas o la ópera Los diablos de Loudun, por no señalar sino las más citadas en todas las enciclopedias. El próximo domingo cumple setenta años de gran vitalidad, que celebra en medio de homenajes y congresos dedicados en su honor.

Con su natural afabilidad, el Penderecki actual parece la viva imagen del Papa Noel, con sus barbas blancas, su sonrisa, a medio camino de inquisitiva y tranquilizadora, y un talante conversador exquisito. Una vez superada la inicial desconfianza, su conversación es siempre interesante, propia de una persona de profunda vida interior. Recibe a EL CULTURAL en torno a una mesa, lo que allana el camino a las confesiones íntimas. De hecho, a lo largo de las siguientes líneas, desvela muchos detalles que han sido ignorados u ocultos en sus biografías.

-¿Cómo fue su primer contacto con la música?
–Algo antes de la guerra mundial. Cuando la guerra empezó en 1939, tenía yo seis años y ya tocaba el violín y el piano. Es muy posible que mis padres me “forzaran” de alguna manera a hacerlo, ya que ellos tenían una gran sensibilidad. Pero creo que yo mismo me sentía a gusto en el mundo de los sonidos. La guerra me generó una actitud distinta ante la vida que, todavía, no he cambiado. Ahora, con la edad, siento aquellos años mucho más presentes. Recuerdo que al comienzo de la guerra dejó de hacerse música. Empecé a ir al colegio pero como no había escuelas de música propiamente dichas, recibí algunas clases particulares. Recuerdo que era difícil conseguir material porque todo estaba bajo un control absoluto. Mi profesor de violín transcribía los estudios al papel pautado y como su práctica me resultaba un poco odiosa, prefería escribírmelos yo y trabajar con los míos. Debió ser en torno a los 7 años cuando empecé a componer. Mi primera obra era una Polonesa para violín y piano y la interpreté en un concierto doméstico. Debió ser como en el primer año de la guerra.

–¿Sus familiares le apoyaban?
–Mi padre era abogado y mi abuelo era director de un banco en una ciudad pequeña como era Debica. La verdad es que, al principio, no me tomaban muy en serio. Aunque tocaba y componía, yo creo que no acababan de valorarlo. Sólo después de la guerra estuve con mi padre en Cracovia para ver, por vez primera, un concierto de orquesta. Inmediatamente, me di cuenta de que quería hacer eso y cuando acabé mis estudios le pedí a papá que me dejara ir a Cracovia para recibir una formación superior. La verdad es que al principio no tenía muy claro a qué dedicarme. Hasta valoré seguir con el violín y convertirme en un virtuoso (se ríe). Pero cuando empecé mis lecciones de armonía y contrapunto abandoné definitivamente el violín para dedicarme en pleno a la composición.

Música prohibida
–En plena Guerra Fría, ¿cuáles eran las referencias en su país?
–La música occidental contemporánea estaba casi prohibida. Stravinski era poco menos que un apestado porque vivía en la América imperialista. Mis colegas y yo estábamos muy interesados en la vanguardia pero no podíamos viajar. Yo quería ir a los cursos de Darmstadt y hasta me llegaron a conseguir una beca. Sin embargo, el gobierno me negó durante 6 o 7 años el pasaporte. En 1958, se convocó un concurso de la Unión de Compositores y el primer premio era un pasaporte para viajar por Europa. Desesperado, decidí ir a por todas ya que lo veía como mi última oportunidad para salir de Polonia. Mandé tres obras y como la firma permanecía oculta ¡me dieron los tres primeros premios! Yo lo considero como el comienzo de mi carrera. Mi dieron 25 dólares. Mi obsesión era ir a Italia, porque me interesaba el arte. ¡Era mi gran sueño cumplido! Recuerdo que me proporcionaron un billete para ir por varios sitios durante seis semanas. Tenía que pagar hoteles con el poco dinero que me dieron, así que buscaba los más baratos. Me encontré en Italia con Luigi Nono que luego fue invitado en Polonia porque era comunista. Trabé contacto con sus piezas y las de otros compositores que me impresionaron mucho. Debió ser en torno a 1956 o 1957. Estuve invitado diez días en su casa.

–¿Qué música de vanguardia se oía entonces en Polonia? ¿Se escuchaba la obra de autores polacos?
–Bueno, Szymanowski era bastante conocido y tocado. Pero no se puede llamar un compositor de vanguardia. Se oía Bartok, Shostakovich, Prokofiev, a veces Hindemith. En conciertos privados se hacía Stravinski, con partituras que traíamos escondidas. Personalmente en los 50 estuve muy próximo a Stravinski pero luego me sentí empujado a la vanguardia. Gracias a Strophes obtuve el primer premio. Antes había hecho algunas obras de cámara que ahora, por cierto, se han vuelto a tocar. Ahí se puede ver las influencias de autores como Jachaturian.

–¿Cuándo empezó su vínculo con la vanguardia?
–Después de la revolución de 1956 se produjo una apertura pequeña en Polonia. El sistema se hizo más permeable y la policía se comportó algo (poco) menos pesada. Se puso en marcha el primer estudio electrónico y comenzó el Otoño de Varsovia, un festival que, con el tiempo, llegó a adquirir cierta relevancia. A mí me gustaba por aquel entonces ir al estudio electrónico, y alternaba el trabajo allí, escribiendo música para películas y teatro. No sé si sabe que Threnody para cuerda, una de mis obras más conocidas, es una transcripción de música electrónica. Estaba muy interesado en esas nuevas opciones que venían de ese mundo hasta el punto de cambiar radicalmente mi estética. Anaklasis fue fruto de un viaje a Italia, inspirado por Sicilia. Fluorescences, enlaza también con la música electrónica.

–¿Cómo fue su contacto con sus colegas más agresivos?
–A partir de 1957 empezaron a venir nombres que se programaban en el festival de otoño. Fueron viniendo poco a poco. En 1959 Stockhausen o Boulez comenzaron a interpretarse en Varsovia a interpretarse y recuerdo que también estuvo Bruno Maderna dirigiendo.

–Con Threnody usted entró en la vanguardia por la puerta grande.
–Fue una obra muy conocida y me la pedían mucho. Aunque casi toda la música de vanguardia se hacía en conciertos pequeños, había muchísimos festivales y las orquestas de la radio se mostraron durante estos años muy activas. Pronto se incluyeron mis obras en los programas de las emisoras más importantes, como Colonia, Baden Baden, Hamburgo. Polymorphia se estrenó en 1961. Fue una época muy intensa con obras como Fluorescences, el Capricho para violín, la Sonata para cello y orquesta.

–Un momento importante vino con el estreno de la Pasión según San Lucas que, en alguna medida, le convirtió en el gran referente de creador católico.
–Cuando se estrenó Fluorescences en Colonia, Otto Tomek, el director de programación, me pidió una obra para celebrar los 70 años de Münster. Extrañamente le dije que quería hacer una Pasión. Al principio le dio la risa porque le parecía extraño que, después de Fluorescendes, afrontara una obra de grandes dimensiones. Pero a mí siempre me había tentado escribir un oratorio. Esto fue como a comienzos de 1966. La Pasión según San Lucas se hizo en Münster y, sorprendentemente, sirvió para abrirme las puestas de los auditorios y orquestas de todo el mundo. Se hizo muchísimo.

Compositor católico
–¿Se considera un modelo creador católico?
–Bueno, mi familia es católica en un 90 por ciento, lo mismo que la mayoría de la gente de Polonia. Pero en mi sangre hay armenios, ucranios ortodoxos y protestantes. Aunque todos iban a la iglesia católica que siento una influencia de todos los credos. Además mi familia era muy tolerante. De todos modos, componer música religiosa en esa época era un reto porque, bajo el comunismo, estaba totalmente prohibido. Mi Pasión San Lucas fue la primera obra religiosa que se hizo en una iglesia. Se puede imaginar la expectación.

–¿Y su interés por la ópera?
–¡Ah! Fue una de las primeras tentativas después de la guerra. Rolf Libermann era intendente en Hamburgo, me encargó una, que hice casi a la par que la Pasión, los Diablos de Loudun sobre Huxley. Se ha convertido en una de las creaciones más programadas del teatro lírico de la segunda mitad del XX. Se ha montado en casi toda Europa, excepto en España, aunque un director español, José Carlos Plaza, hizo una producción en Turín hace poco.

–¿Nunca cambia nada de sus obras una vez estrenadas?
–Algunas veces, pero si quiere la verdad, prefiero no tocarlas.

–¿Cómo fue el salto de ser uno de los adalides de la vanguardia a convertirse en un apestado de ésta? ¿Por qué el cambio?
–No sólo yo he cambiado. El arte lo hace continuamente. Mire a Stravinski, por no citar otros nombres anteriores. Los compositores, como cualquier ser humano, vivimos en una permanente evolución. Lo mismo le pasó a mi música. No fue una decisión de un día. La vanguardia se apoyaba en un idioma que tenía sobre todo un carácter experimental. Pero mi contacto con la voz, con la orquesta, fue cambiando mi concepción creativa poco a poco. A fines de los 70, después de la Primera Sinfonía que había escrito en 1973, me sentía cansado de usar siempre los mismos materiales. Compuse la ópera El Paraíso perdido o el Concierto para violín. Pero sentía la necesidad de afrontar otros retos. Luego vinieron la Segunda Sinfonía, el Te Deum, donde se aprecia un gran cambio en el lenguaje armónico así como un uso diferente de la tonalidad y la orquestación. En este momento se produjo mi gran cambio. En el uso de la orquesta, volvía a esquemas que estaban radicalmente prohibidos por la vanguardia, como doblar instrumentos, casi a modo del XIX. En aquellos años, mi paleta orquestal se transformó radicalmente.

–¿Por qué esa vuelta al lenguaje sinfónico?
–Es que la sinfonía siempre me fascinó. Pero si en los 50 escribí, básicamente, música de vanguardia y luego vino la ópera y el oratorio, los setenta me plantearon el reto de afrontar la sinfonía en la tradición romántica. La verdad es que la Primera Sinfonía tiene mucho de vanguardia pero a partir de la Segunda considero que se aprecia en ella una continuación de nombres como Mahler, Prokofiev, Shostakovich y Sibelius. En países como Polonia, Italia o España no existe una tradición sinfónica. No hay nada demasiado interesante que enlace con la escuela centroeuropea. En Polonia, de hecho, Karol Szymanowski sólo compuso una. Yo quería trabajar en esa tradición. Sentir a Bruckner, estudiar sus influencias, volver al espíritu de las obras grandes de Richard Strauss.

–¿Cómo valora ahora su cambio de entonces?
–Después de más de veinte años, creo que hice bien, que frente a los que pensaban que me equivocaba, yo tenía la razón. Vivo ahora un momento excepcional, no me puedo quejar. Mi música se programa en todo el mundo, incluso la de cámara. Supongo que será por algo.

–¿Cuáles son sus proyectos?
–Tengo muchos, no sé si los acabaré. Mi ópera Phaedra no la acabé porque me interesaba demasiado para darle fin de un plumazo. Ahora, López Cobos me ha pedido una sinfonía para el Teatro Real y la haré. Pero quiero hacer un proyecto de ópera, Divinas Palabras. Me fascina la obra de teatro de Valle Inclán y quiero meterme en ella.

–¿Sabe que ya se ha hecho una ópera sobre el tema?
–Sí, sé que García Abril la escribió para el Real, pero no la conozco. Es que cada vez me siento más conectado con España y con su cultura. Llevo viniendo mucho a este país, me han hecho múltiples homenajes, incluyendo el Premio Príncipe de Asturias. En cuanto a Divinas Palabras, la vi en los 60 en Caracas, en un buen teatro y me fascinó. Luego la leí y la he visto representada en Polonia o en Stuttgart y me interesó de veras. Hay temas complejos en ella, pero la pieza de Valle es casi un libreto operístico que requiere sólo unos cortes hábiles para darle coherencia musical. Creo que no hace falta escribir nada. Es un tema muy hermoso, con una atmósfera de una España muy interesante. Me interesa tanto que, incluso, puede que me venga a vivir a Galicia, para sentir esa atmósfera. Esta región puede ser un buen sitio para vivir. Me encanta su verdor y quiero estudiar su botánica.

–¿Su botánica?
–En Polonia, tengo un terreno en Luslawice, con una colección de 2700 especies diferentes de árboles. Aunque mucha gente lo desconoce, la botánica es mi segunda profesión.

Homenajes y retrospectivas
–Su presencia como director de orquesta es cada vez mayor.
–Este año ha sido muy duro porque con eso de cumplir setenta años he viajado mucho entre homenajes y retrospectivas. Voy de Tokio a Nueva York. Me hicieron honoris causa en Yale y José Peris, mi amigo durante más de 30 años, me dio otro homenaje en Madrid. He estado en San Petersburgo, Vilnius, Colmar... El Festival de Colmar (en Alsacia), que dirige Spivakov, estuvo dedicado este verano a mi música. Y también Sapporo, en Japón. Me cuesta mucho decir que no, pero los viajes son muy agotadores. A veces me acompaña mi nieta. Espero que el año próximo sea más tranquilo. En mi calendario voy a bajar de 76 actuaciones a sólo 35. Que conste que sigo componiendo todos los días entre los ensayos, en los hoteles. Es una forma de autodisciplina.

–¿Penderecki, como director, brinda la autenticidad de su obra?
–Como autor, el compositor ofrece una lectura de su obra que es la que él tiene. En el pasado los compositores siempre dirigían. Haydn, Mozart, Beethoven, Mendelssohn. Con las excepciones de Bruckner o Schubert, en el XIX y principios del XX, todo el mundo dirigía.

–¿Qué opina de sus intérpretes?
–Tengo que decir que sólo aprendo de los buenos directores y músicos porque, en general, siempre aportan algo nuevo. Viendo a artistas como Mehta, Karajan, Maazel no me queda más remedio que aprender. Éste hizo la Cuarta Sinfonía con la Filarmónica de Nueva York y fue impresionante. Se puede imaginar que me siento muy feliz y honrado de que los más grandes intérpretes afronten mis obras. Y que conste que siempre intento dejar los estrenos en manos de otros, para establecer una distancia con mi obra que a mí me sirve de increíble utilidad.

–¿Qué está componiendo?
–Acabo de escribir una pieza para Rostropovich, un Adagio para cello y orquesta que será la última obra nueva que él ha decidido aprenderse. Se hará con Ozawa y la Filarmónica de Viena.

–¿Por qué su fama de ir siempre con retraso en los encargos?
–(Se ríe). La verdad es que siempre llego con retraso. Me resulta muy duro acabar. Me gusta tener la obra completamente en la cabeza. Y siempre estoy haciendo cambios antes de estrenarla. Prefiero que las comprobaciones sean antes que no después y para eso siempre llego en el último momento y, a veces, ni eso. Usted piense que ante una determinada opción, hay múltiples posibilidades. Y un compositor se enfrenta a cuál es la mejor. Llevo escribiendo sesenta años y, comprenderá, que he adquirido suficiente oficio para llenar sin problemas los pentagramas. Pero no me interesa eso. En cada obra que escribo aspiro a hacer algo importante e interesante y no repetir un modelo anterior.

Luis G. Iberni
El Cultural

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