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Andrew Litton: "Algunos colegas abusan de la demagogia"

15/11/2003 |

 

El neoyorquino Andrew Litton ha dirigido a las mejores orquestas del mundo. Titular de la Sinfónica de Dallas, asume la responsabilidad de la Filarmónica de Bergen. Con este conjunto emprende el lunes una amplia gira por España que, junto a Jean Yves-Thibaudet, incluye actuaciones en Murcia,Valencia, Madrid, Oviedo y San Sebastián.


Cuando tenía diez años soñaba con ser Leonard Bernstein. Ahora, con 42, Andrew Litton sigue sin serlo, aunque sí se ha convertido en uno de los más sólidos directores de orquesta estadounidenses. En los programas que ofrece en su amplia gira por España con su nueva orquesta, figuran obras como la nocturnal Séptima de Mahler o los conciertos para piano de Ravel (en Sol mayor) y Jachaturián con Jean-Yves Thibaudet.

Litton tiene aspecto bonachón. Su cara de gran niño bueno se corresponde con la amabilidad del trato. La entrevista se desarrolla en Bergen (Noruega) en su despacho de la Grieghallen, tras el ensayo general de su primer concierto como titular de la Orquesta Filarmónica de Bergen. Sabe lo que quiere y va al grano. No se anda con rodeos y piensa en positivo. Un piano de cola y un busto de Edvard Grieg –héroe musical de Bergen– son testigos de una conversación en la que las ideas fluyen más rápidas que las palabras. Se jacta de vivir una luna de miel con la Filarmónica de Bergen.

–Usted pertenece a una generación de directores de orquesta que ha roto modelos y clichés. ¿Han muerto Toscanini y sus modos dictatoriales?
–Toscanini, su memoria imborrable, no. Sus modos y maneras ¡absolutamente! La crueldad de aquellos maestros –no sólo Toscanini; piense, en George Szell y tantos otros–, ha provocado que el péndulo se haya inclinado hacia el otro lado; una demagogia de maestros que buscan la popularidad y el ganarse a los músicos a base de sonreír, de ser poco exigentes y cortar pronto los ensayos. Esto resulta muy dañino y desvirtúa bastante la genuina labor del director de orquesta.

–Usted comentaba que disfruta una felicísima luna de miel con la Filarmónica de Bergen.
–Los músicos y yo mantenemos una química perfecta. Trabajamos en un clima de cordialidad, empeñados en disfrutar y hacer disfrutar de la música, en subir el nivel de la orquesta y convertirla en un conjunto puntero entre los escandinavos. Pero esto no es algo pasajero. Comenzó hace cinco años, cuando dirigí por primera en Bergen.

–Sin embargo las “lunas de miel” entre directores titulares y músicos casi siempre terminan como el rosario de la aurora.
–Llevo diez años casado con mi segunda mujer y continúo viviendo en “luna de miel”. Toco madera [sonríe y golpea la mesa sobre la que descansa la grabadora]. No, en serio. Es cierto lo que usted dice, y resulta bastante triste. Es difícil saber cuánto puede durar la convivencia entre un director y sus músicos de orquesta. Llevo diez temporadas como titular en la Sinfónica de Dallas y siento que la relación es aún positiva y fructífera. Pero no es fácil, el día a día puede quemar bastante. Nunca he sentido esa sensación, pero le aseguro que si ocurriera, dimitiría de inmediato. Si un matrimonio se ha roto, es imposible recuperarlo.

Vivir en Noruega
–¿Se siente “un americano en Bergen”?
–Me encantan los noruegos. Son muy serios y, al mismo tiempo, agradables y cordiales. Gente sana y positiva, quizá como los estadounidenses, pero sin ese punto de ingenuidad que tienen mis paisanos. Me estimula el talante constructivo y trabajador que se respira aquí.

–Por la Filarmónica de Bergen han pasado batutas como Grieg, Ansermet, Beacham, Barbirolli, Monteux, Sanderling o Salonen. ¿Qué aporta usted a esta orquesta?
–No es fácil responder. Acabo de ensayar hace unos minutos la Quinta de Chaikovski, sinfonía que tocamos esta tarde. Probablemente, usted y quizá también más de un lector se pregunte: “pero, ¿qué diablos hace este chico de Nueva York, que además se llama Andrew, dirigiendo esta obra a una orquesta que ha trabajado tantos años con Dmitri Kitaienko [titular entre 1990 y 1998]?”. Le diría que en casa jamás me han llamado Andrew, sino Andruisha, que mis cuatro abuelos eran inmigrantes judíos rusos, y que siento la tradición europea tan mía como la estadounidense. Las músicas de Rachmaninov o Shostakovich me resultan tan próximas como Mahler...

–¿Esa “proximidad” se deriva de su común condición de judíos, como lo fue su admirado Bernstein?
–¡No diría tanto! Aunque es verdad que esa coincidencia te hace compartir vivencias y un pasado común. Pero volviendo a la pregunta anterior, a qué puedo aportar a la Filarmónica de Bergen: mi orquesta es mucho mejor de lo que se sabe de ella. Está eclipsada por la Filarmónica de Oslo, una orquesta estupenda que cuenta con la ventaja de estar en la capital, donde se cuece casi todo. Mi empeño es conseguir que Bergen tenga la reputación que su calidad merece. Y para esto, nada hay mejor que se la conozca, que se la oiga. Las grabaciones y las giras son de capital importancia. Ahora, en España, tenemos una ocasión de oro para demostrar cuanto le estoy diciendo.

–¿Sienten en Bergen envidia ante el éxito de los filarmónicos de Oslo, cuyo podio, tras la partida de Mariss Jansons, acaba de ser asumido por André Previn?
–¡En absoluto! ¡Todo lo contrario! Han demostrado que en Noruega, en un país nórdico, es perfectamente factible una orquesta de primer rango internacional. Por eso, de alguna manera, Oslo nos abre las puertas del mundo internacional de la música, al contribuir a forjar una imagen musical de los noruegos.

–¿Cuál es la mejor virtud de la Filarmónica de Bergen?
–La emoción y el calor de sus músicos. Quizá piense que estoy loco cuando oiga esto: la Filarmónica de Bergen es una orquesta latina. Se entregan con una intensidad y calidez puramente mediterráneas. También su ductilidad. Cuando tocan Shostakovich parecen rusos; cuando hacen Gershwin son como una orquesta estadounidense. Parecen vieneses en Mahler... A veces se habla del sonido de tal o cual orquesta como algo positivo, como marchamo de calidad. Y a mí me parece un defecto. Creo que la orquesta debe cambiar de personalidad y de sonido según la música que haga en cada momento.

–La atención que prestan las orquestas de los países nórdicos a la música contemporánea, lo valora usted como un placer, un deber o un mero compromiso?
–En mi caso es un convencimiento personal, que, además, tengo la suerte de compartir plenamente con los rectores de la orquesta. Odio la idea que exclusiviza la música como objeto de museo. Me apasiona el repertorio, la música que cuidamos en los museos, animarla y compartirla con el público. Pero también me apasiona vivir y mostrar la música de mi tiempo. Interpretarla es todo lo que usted dice en su pregunta: un placer, un deber y un compromiso, sin “mero”.

–Vayamos a Dallas, donde usted ostenta la titularidad de su famosa Sinfónica, donde sustituyó al mexicano Eduardo Mata después del accidente de avión que tuvo. ¿En qué situación se encontró la orquesta?
–Fue muy difícil sustituir a Mata. Su muerte fue muy trágica y especialmente traumática para la orquesta, dado que era una persona que gustaba controlar todo. Dallas le debe mucho. Pero yo he hecho un trabajo diferente. He cambiado 35 músicos de la orquesta. No fue fácil, pero había que hacerlo. Creo que está ahora en un buen momento, a lo que contribuye el nuevo Concert Hall, una sala excepcional, entre las mejores de los Estados Unidos.

Malos momentos en USA
–No son buenos momentos para las orquestas de su país. La que no cierra está a punto de hacerlo y las que aguantan la crisis lo hacen a duras penas.
–Es un momento muy triste, terrible, para las orquestas estadounidenses. En Dallas, afortunadamente, no tenemos esos problemas, gracias a un fondo financiero importante. Pero, en general, la situación es de extrema gravedad. Houston, Chicago, Filadelfia, Pittsburgh... Todas tienen un enorme déficit que atenaza muy seriamente su futuro.

–Su enorme discografía –más de sesenta compactos – revela una versatilidad imposible de etiquetarle, sin aparentes preferencias.
–¿Sabe cuál es el compositor que me parece más inaccesible?: Sibelius. Sólo comencé a comprender su grandeza hace algunos años. Hasta hace poco tiempo no lo dirigí nunca. La gente habla de la complejidad de Bruckner o Mahler, pero a mí me parece más inaccesible la síntesis de Sibelius. Piense en su Séptima sinfonía. Dura unos 23 minutos. En ese tiempo reducido tienes que expresar el núcleo de un universo inmenso. Casi que en cada nota existe ese universo que lo contiene todo.

Justo Romero
El Cultural

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