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El cine conquista la ópera

26/10/2003 |

 

El anuncio de que Almodóvar podría dirigir en 2006 Così fan tutte en La Scala y que Lars von Trier asumirá la Tetralogía de Wagner en Bayreuth, pone en el candelero la influencia del cine en la ópera. A su vez, Los Ángeles quiere que George Lucas preste sus efectos a otra Tetralogía mientras que, en Berlín, Doris Dörrie levanta polémicas en la Staatsoper. Por todo ello, El Cultural analiza la influencia de los cineastas en la lírica.

Almodóvar, von Trier, Lucas, Dörrie son algunos nombres muy citados en el panorama lírico actual pero no son ni mucho menos los únicos. William Friedkin trasladaba el espíritu demoníaco de El exorcista al Castillo de Barbazul en Los Angeles mientras que Bruce Beresford dejaba el juego psicológico de Paseando a Miss Daisy para afrontarlo con éxito en la ópera de Carlisle Floyd Cold Sassy Tree en Houston. Liliana Cavani alterna El juego de Ripley con montajes operísticos. Baz Luhrmann devolvía en los últimos meses el espíritu raptado de La bohème, trasladado al cine en Moulin Rouge, con su montaje de la ópera pucciniana en Broadway. Y el Real tuvo ocasión de asistir a la espectacular lectura de Guerra y Paz del ruso Andrei (Mikalkov) Konchalovski, donde se plasmaba, como en pocas ocasiones, ese nuevo talante cinematográfico.

Aunque encontramos ejemplos anteriores, el primer cineasta que ejerció su influencia en la ópera fue Luchino Visconti quien, junto a Wieland Wagner, se convertiría en el gran renovador de la escena en la segunda mitad del XX. Enamorado de la lírica, dio muestras de su sentimiento por ella. Zeffirelli ha contado en varias ocasiones que la idea inicial de Senso le vino a Visconti cuando vio a María Callas en Milán en 1953, interpretando Il Trovatore. Para la Historia ha quedado el encuentro de ambos en La Vestale de Spontini en la apertura de la temporada de la Scala el 7 de diciembre de 1954. Otros cuatro títulos realizarían conjuntamente entre 1955 y 1957 pero fue su Traviata la que se ha convertido en leyenda. El propio Visconti llegaría a escribir a Meneghini, esposo de la Callas, algo que suena a maldición: “todas las Traviatas del futuro, pronto, aunque no inmediatamente, tendrán algo de la Traviata de María. Al principio, solamente un poco. Después, cuando sean conscientes de que ha pasado suficiente tiempo, mucho. Y al final, todo”.

Las colaboraciones con Callas fueron determinantes pero no únicas en la historia lírica de Visconti. El vínculo establecido entre el cine y la ópera es perceptible en todo su corpus. Pocos cineastas han cuidado tanto su banda sonora y ahí están El gatopardo, Ludwig o Confidencias para demostrarlo. En otro diferente nivel, su colaborador y amigo Franco Zeffirelli, proyectó y multiplicó esa visión, aunque dándole, quizá, otra vuelta de tuerca.

Ópera hollywoodiense
Y es que Zeffirelli se trajo del cine la monumentalidad, que en sus manos alcanza dimensiones hollywoodienses caso de la Carmen de la Staatsoper de Viena, La bohème de la Scala o, más recientemente, I pagliacci que podía verse el pasado verano en el Covent Garden. Heredera de esa espectacularidad es la Turandot que llevó a cabo, en la Ciudad Prohibida de Pekín, el chino Zang Yimou.

Si las referencias de Visconti y Zeffirelli tiene algo de punto de partida fueron otros lo que ayudaron a desarrollarla. Ni Ingmar Bergman ni Patrice Chéreau pueden considerarse sólo cineastas, pero a pesar de que el número de sus montajes es pequeño, su trabajo ha sido fundamental. Bergman sólo llevó a cabo dos producciones, la aplaudida The rake’s progress, de 1961 para Estocolmo y, catorce años más tarde, la mítica Flauta Mágica que grabaría para televisión. Aunque el propio Stravinski celebraría la genialidad de la versión de Bergman, sin embargo sería con su lectura de La Flauta mágica con la que ofrecería una lección que ha contagiado a todas las posteriores. Otra personalidad apabullante es la de Patrice Chéreau, requerido por Wolfgang Wagner para hacerse cargo, junto a Pierre Boulez, del Anillo del centenario en Bayreuth. Con división de opiniones en su día, el tiempo ha demostrado que la lectura de Chéreau tenía mucho de premonitaria –y en alguna medida, de peligrosamente ejemplar– ante las posibilidades que brindaba esa monumental creación. Pese a la fama de la anterior sería con la versión en tres actos de Lulú de Berg para la Ópera de París, con la que Chéreau dictaría una lección auténticamente cinematográfica y la convirtió, tras su estreno en 1979, en un mensaje para la modernidad.

No muchos saben del acercamiento al terreno lírico de John Schlesinger. El autor de Cowboy de medianoche afrontaría, a los doce años del estreno de este film, Los cuentos de Hoffmann en el Covent Garden. Su visión, que se repone esta temporada, ha quedado como un clásico. Planteó la ópera de un modo psicológico, con Plácido como protagonista, mostrando, según sus palabras a modo de guión,“la historia de un antihéroe que en el fondo no está nada contento con el mundo ni con él mismo y que tiene un terrible problema de alcoholismo”.

Otros cineastas han tenido una notable trascendencia en su acercamiento a la ópera. El alemán Werner Herzog, figura de culto por títulos como Aguirre o la cólera de Dios y Fitzcarraldo, ha llevado a cabo lecturas muy valoradas de las óperas de Wagner, como Lohengrin, en Bayreuth en 1987, o el Tannhäuser que se pudo ver tanto en el Teatro de la Maestranza como en el Real. En Italia, la cineasta de referencia ha sido Liliana Cavani. Responsable de películas como Portero de noche o Francesco, ha trabajado a menudo en la ópera. Precisamente, la Cavani señalaba que su origen profesional le facilitaba “no tener miedo de las cosas como son: de hacer de la escena un ambiente absolutamente normal, donde una mesa es una mesa y un salón, un salón”.

Múltiples riesgos
Para la Cavani, los riesgos que plantea la ópera son dobles: “o se hacen escenografías muy redundantes, con una profusión de oropeles en nombre de lo que se denomina ‘estilo ópera’, o se resbala por lugares no descifrables en nombre de una determinada vanguardia, donde se corre el riesgo de resultar patético”. Y por cierto, no ha sido la única mujer en este terreno. También se han visto tentadas en este campo la española Pilar Miró, que llevó a cabo, con resultados dispares, montajes de Werther y El cazador furtivo, o la alemana Doris Dörrie que ha dado versiones muy peculiares de Così fan tutte o Turandot en la Staatsoper de Berlín, donde, lo mismo que en sus películas, enfatiza las mujeres fuertes frente a hombres que no lo son tanto.

El papel de los cineastas se ha hecho más presente en los últimos tiempos, sobre todo, en Estados Unidos con personalidades de la talla de William Friedkin o Bruce Beresford, con éxitos notables. El autor de El exorcista o Cruising mostró hace poco un inteligente montaje en Los Ángeles de El castillo de Barbazul y Gianni Schicchi. Preguntado su responsable musical, Kent Nagano, éste alababa su trabajo ya que “en ocasiones, el director teatral quiere convertir una ópera sólo en un drama. Sin embargo, Friedkin es un gran conocedor del repertorio de una casa de ópera, está versado en estas obras de los siglos XVIII y XIX aunque es un artista del siglo XX. Me impresionó la manera en que abstrajo esos conceptos cinematográficos, familiares al mundo bidimensional de la pantalla y les dio vida en el desarrollo de los caracteres tridimensionales de un escenario”.

Cineasta con éxito en la lírica ha sido Bruce Beresford. El autor de Paseando a Miss Daisy ha realizado varios montajes aunque sea con Cold Sassy Tree, un título de Carlisle Floyd, con el que firmó una ejemplar lectura en la Ópera de Houston. Beresford considera que “una película está concebida en fragmentos y los mismos momentos pueden repetirse múltiples veces hasta que el director llegue a estar contento. Porque no es sólo la interpretación lo que cuenta, sino la manera como se percibe a través de las luces, el ángulo de la cámara y la edición. En la ópera, el público mira desde un punto de vista fijo y el director no puede retocar lo que no le gusta. El trabajo va directo, sin cambios de ángulo, lo que obliga a concebirlo de un modo diferente”.

Sorpresa causó el anuncio de Plácido Domingo requiriendo la colaboración de George Lucas para un montaje de la Tetralogía que ha ido demorándose y se anuncia para 2006. Bautizado popularmente como The Stars Wars Ring aspira, según el mismo Domingo, a que “la gente de los estudios de Lucas transformen en imágenes fantásticas las ideas de Peter Mussbach (director de escena propuesto)”. Parael tenor, la apuesta se basa en que “Hollywood está acostumbrado a dirigirse a audiencias masivas, mientras que el mundo de la ópera sigue cerrado a mucha gente porque no han tenido la ocasión de tomar contacto con este arte”. El proyecto adquiere dimensiones propias de la gran pantalla: 30 millones de euros, unos cinco mil millones de las antiguas pesetas.

Luis G. Iberni
El Cultural

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