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Nunca se dijo tanto con tan poco

28/1/2006 |

 

Pocos compositores han ejercido tanta fascinación sobre los intérpretes como Mozart. Como su obra es tan impactante en tantos terrenos, nos refugiamos para valorarla en ese concepto, ambiguo aunque eficaz, que afirma que fue “fruto de su genio”. Podemos incluso ir más arriba, en una comparación que a mí me parece muy explícita. Tanto Haydn como Mozart comparten el ideal de la perfección por su capacidad para mostrar los mejores valores humanos: la nobleza, la honestidad, la entereza. Pero si en el primero estas virtudes parecen surgir de su trato con los hombres, en Mozart es como si subiera un peldaño y se contagiara de su vínculo con los dioses.

Todo ello se manifiesta en múltiples aspectos. El primero es su increíble facilidad para pasar de lo simple a lo complejo sin apenas transición. Afronta con ingenio el salto de lo popular a lo sagrado sin percibir ningún tránsito. Su amplio catálogo es una muestra de versatilidad ya que pasa por todos los géneros con igual eficacia. En el terreno dramático sólo Shakespeare ha sabido delinear las diferencias psicológicas de sus personajes con tanta claridad. Sin ir más lejos, en la Flauta Mágica, Mozart establece los diferentes tipos masculinos recorriendo un inteligente camino desde la simpleza de Papageno a la valentía del hombre que transmite Tamino, pasando por la sabiduría de Sarastro o la maldad libidinosa de Monostatos. La Reina de la Noche viene delineada por la música. Su primera aria es un prodigio de cinismo, donde intenta engañar a todo el mundo haciendo teatro con un aparente sufrimiento, a todas luces, falso. Sólo en la segunda se muestra como es.

Pero todo esto no se limita a su obra dramática. También se aprecia en sus sinfonías. La complejidad que exhiben tanto la Cuarenta como la Cuarenta y uno es fascinante, dentro de un arquitectura aparentemente simple. El entramado arquitectónico que sostiene el edificio sonoro del primer movimiento de la Cuarenta o el último de la Júpiter, en mi opinión, no lo supera ni Beethoven. Y, cuando nadie lo espera, ahí está el Mozart tocado del dedo divino, con sus momentos mágicos. Apenas una armonía, una melodía, un giro milagroso que, de repente, nos introducen en un clima de otra dimensión. Ahí está el Lacrimosa del Requiem que aparece evanescente y luego regresa a la materia, o el bellísimo Adagio de la Gran Partita.

Todo ello teniendo en cuenta que estamos en pleno Clasicismo. Nunca con tan poco se ha dicho tanto. La sencillez, que no simpleza, de su época, se muestra mucho más exigente que en ninguna otra etapa de la historia, por lo que todo está lleno de sutilezas, lo mismo tonales que temáticas. En cada obra hay miles de detalles que un intérprete debe analizar. El Clasicismo entiende la manera de poner música al texto de un modo muy diferente a como se verá en el Romanticismo. En la frase del Credo Qui sedet ad dexteram Patris del propio de la misa, Bruckner marcaría en la partitura una ligadura general uniendo toda la frase en un único concepto que lo explique, mientras que Mozart recorre los conceptos por parcelas: sedet, que está sentado, ad dexteram, a la diestra, Patris, del Padre. Porque Mozart tiene un punto de conexión con sus antepasados, tanto con Haendel pero también con Bach, a los que admira y respeta por su magisterio. Y todo en un marco de belleza absoluta. Habrá que esperar a Beethoven para que aparezca (como Goya en pintura) el concepto de “fealdad expresiva” en la música: su ¡Hola! al mundo sinfónico, el primer acorde de la Primera Sinfonía, es ya una disonancia.

Mozart es eternamente bello aunque en sus obras más ambiciosas parezca moverse en el límite de la transformación tonal. Porque ¿en qué tono está el inicio del desarrollo del primer movimiento de la Cuarenta? Nos deja en vilo a lo largo de los primeros compases. No se puede saber hasta que resuelve, lo que es una demostración de que sólo los grandes juegan con tanta eficacia con la ambigüedad.

Una de las dificultades que conlleva la interpretación del siglo XVIII, en general, y de Mozart, en particular, proviene del uso de las articulaciones y las dinámicas. En la partitura sólo escribe, parafraseando a los teóricos de la época, lo que no es obvio al intérprete de su época. El problema lo tenemos ahora para deducir qué entiende por obvio una mente del momento. Para mí todo está lleno de matices, continuos crescendi y decrescendi, que surgen tanto por la melodía como por la armonía.

Mucho más sutil resultan los problemas de carácter por ese aspecto, antes citado, de la facilidad con la que Mozart baja de los ambientes más exquisitos a los ámbitos más populares. Ahí tenemos un claro ejemplo en la conocida “Aria del catálogo” de Don Giovanni, llena de guiños que permiten que el intérprete teatralice el discurso mientras la orquesta subraya, o añade, aspectos al conjunto.Un alma inquieta como Mozart, en su mente fresca, no puede quedarse inmóvil ante la evolución de cualquier propuesta dramática. En el mundo sinfónico nuestra pericia está en descubrir, compás a compás, este carácter cambiante. En sus diferentes matices, el sentido del humor estará siempre presente aunque, para nosotros, demande un análisis profundo. Porque el humor es convencional a cada época y hay que tener un adecuado conocimiento de las claves que lo sostienen. Quizá, en parte, nos supera ante en un momento como el actual, más sensible a la astracanada que a la ironía. Mozart, si quiere, puede ser grotesco, pero su humor siempre será refinado.

Todos estos aspectos generan un permanente cambio de ritmo que surge sin darnos cuenta porque todo es fruto del sentido orgánico que sólo se da en talentos como el suyo. Lo mismo que la instrumentación, que en Mozart está regida por esa luminosidad tan fascinante y hermosa, resultado de un hábil uso de los instrumentos del viento madera. Precisamente, tantas posibilidades convierten su obra en una especie de cebolla, con sucesivas capas, que cada generación irá abriendo para incorporar su correspondiente visión. Su inmenso corpus admite variadas lecturas, que nosotros, pobres humanos, aportamos. Porque concepciones tan magistrales sólo se descubren paulatinamente. Así, nunca una interpretación por buena que sea, llegue a ser tan grande como la obra en sí.

Josep Pons
El Cultural

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