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Bayreuth abuchea el «Parsifal» ártico y vudú de Christoph Schlingensief

31/7/2005 |

 

A. Eberz cantó un Parsifal desabrido y basto. Pierre Boulez, que fue ovacionado, dirigió al galope la tercera versión más rápida de la historia del festival (3h 45min).

El director de escena Christoph Schlingensief -hiperactivo «enfant terrible» del vanguardismo alemán- viajó a Islandia en busca de nuevas ideas para agregarle a la veta vital africana de su montaje de «Parsifal» otra de carácter ártico. Allí cristalizó su «animatógrafo», definible como «instalación escénica giratoria transitable», en la cual confluyen cine, teatro, performance y ópera. Y lo mixtifica como órgano dador de vida que convierte el espacio en tiempo, o sea, exactamente todo lo contrario que en Wagner. Consecuencia: ha retocado intensamente el primer acto, ahora con menos caótico bombardeo videográfico, y remodelado prácticamente todo el segundo, más la inclusion de un doble Parsifal-Kundry como alter ego performativo de sus ansias y angustias.

Inicialmente, el Grial es la primigenia madre nórdica Edda, configurada como prehistórica Venus de Wilmersdorf en piedra y carne, ante la cual los representantes de las religiones del mundo mojan en la sangre de Amfortas sus manos para plasmarlas en la túnica blanca de Parsifal, víctima propiciatoria para la redención de una sociedad caduca. Luego lo será un totem africano y, finalmente, el tradicional cáliz elevado en vídeo por un cornudo sacerdote vudú.

El quicio del montaje es la vivencia de la muerte próxima. Si no fuera pretencioso podría pensarse en Schlingensief como el escenógrafo del «ser-para-la-muerte (Dasein-zum-Tode)» heideggeriano. Esto culmina en la proyección final del proceso de descomposición cadavérica de un conejo, animal símbolo de la fecundidad.

En el escenario hay más acción actorial y aún más cacharrería humano-objetual, configurado todo, en su lógica, de forma más coherente, con cierto toque infantil, hippy, primitivo. La escena se mantiene, salvo ocasionales clarificaciones pasajeras, en un tono de penumbra. El seguimiento concentrado del diluvio de estímulos ópticos, especialmente en las proyecciones videográficas de ritos vudú, implica relegar la música. Las leyes de la concentración lo impiden. Escena y música van a contrapelo. La escena, totalitaria, trabaja contra la música. Y esto supone un grave atentado a la unidad del teatro-musical wagneriano. Pero aquí no es provocación, sino error. ¿Por qué?

Schlingensief no escenifica la obra wagneriana, sino un espectáculo audiovisual propio con música de Wagner. Él no se entiende como un simple mediador (escenógrafo) de la obra wagneriana, sino como el autor propiamente dicho que utiliza o integra la música de Wagner en la suya. Su pretensión culmina en la afirmación: «Yo soy la música de Richard Wagner». En consecuencia, el rechazo fue categórico y el abucheo final estruendoso.

Ovidio García Prada
Abc

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