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Anne Sophie Mutter: Es imposible trabajar con maestros autoritarios

15/2/2003 |

 

La violinista Anne-Sophie Mutter (Rheinfelden, 1963) celebra sus 25 años subida a un escenario con una gira europea que recala el 18 de febrero en Madrid y los días 19 y 20 en Barcelona y Valencia. Inusualmente, se la podrá escuchar en su faceta camerística, con obras de Mendelssohn y Brahms, formando trío junto al violonchelista Lynn Harrell y su marido, el compositor y director de orquesta André Previn, al piano. La artista alemana habla con El Cultural sobre su carrera musical así como de su más reciente entrega discográfica: “Tango song and dance”.



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Anne-Sophie Mutter es una de esas artistas tocadas por la mano divina, que, a juzgar por el oyente, encuentran todo fácil. De su talento natural y potencial musical se dio pronto cuenta el considerado su mentor, Herbert von Karajan, quien la calificó como “el más grande prodigio musical después del joven Menuhin” tras descubrirla en el Festival de Lucerna de 1976. Tenía 13 años y con el tiempo sustituyó el calificativo de ‘joven promesa’ por el de artista consagrada. Compositores como Penderecki, Lutoslawski, Rihm, Boulez o Gubaidulina han compuesto para ella, en una carrera que cumple un cuarto de siglo. Un tiempo en el que ha permanecido fiel al nivel de exigencia que le lleva a asegurar no sentirse totalmente convencida de todas sus actuaciones: “Eso es lo que me fascina de mi profesión, con el paso de los años mi curiosidad permanece todavía insatisfecha”.

–¿Qué queda en su forma de tocar de esa niña prodigio?
–Son dos etapas que no se pueden separar. Sigo buscando lo mismo: la pureza de la expresión, a través del control cerebral de la técnica, y la emoción, que nace al seguir haciendo lo que amo. Investigar qué puedo aportar a la interpretación de la música, ha hecho que mi actual forma de tocar sea diferente. No sólo he ido comprendiendo cada vez mejor lo que los compositores querían decir con su música, con lo que cambia el alma que le das a las notas, sino que también cuento con herramientas interpretativas diferentes a las de entonces, lo que se refleja en el color del sonido, la comprensión general de la estructura de la partitura, o el fraseo. Algo que he desarrollado en especial con la práctica del repertorio contemporáneo y la música de cámara.

–¿Ha marcado su educación musical germana su manera de tocar?
–No creo que exista una forma de interpretar puramente alemana. La manera de tocar de una orquesta o un solista es una cuestión multicultural que recibe muchas influencias. Quizás antes de la Segunda Guerra Mundial sí que existió algo parecido a una escuela nacional alemana de tocar el violín. Pero hoy podemos estudiar en el extranjero y los centros de formación asumen influencias de muy diferentes áreas culturales. Mi manera de tocar refleja más bien el estilo europeo de interpretar, que sí es diferente al americano que aporta menos colores al violín.

–¿Cuáles fueron los referentes interpretativos de su generación?
–En los primeros años de formación, sin duda David Oistraj, el primer violinista que escuché en un concierto cuando tenía seis años. Quizás el oírle tocar decidió mi vocación. Más tarde fue el propio Karajan quien ejerció de auténtico profesor de cuerda y me enseñó el concepto de belleza en el sonido. Otro modelo al que me he sentido muy cerca es el de Fritz Kreisler, junto a Oistraj y Nathan Milstein. Ellos no sólo contaban con una gran técnica, sino que también eran músicos completos.

Exigencias del márketing
–¿Están las carreras de los jóvenes valores excesivamente supeditadas a las exigencias del márketing?
–Vivimos en un tiempo donde la comunicación, y la publicidad que ésta conlleva, tiene cada vez mayor importancia dentro de la cultura. Pese a todo confío en que la calidad en la música clásica pervivirá como criterio fundamental, a pesar del atractivo envoltorio que se le exige a la hora de venderse. Pero de aquí a cinco o diez años, lo que recordará el oyente será la calidad del artista.

–Frecuenta con asiduidad las composiciones contemporáneas. Sin embargo tuvo problemas con el célebre maestro Sergiu Celibidache en la interpretación de ese repertorio.
–No sólo soy testigo de la música que se hace en nuestro tiempo sino que también participo interpretándola. Pero no creo totalmente en ella. Hay ciertas piezas en las que no creo, simplemente porque siento que no voy a aportar nada especial en mi aproximación. Aunque estén escritas por reconocidos compositores nunca subiría con ellas a un escenario. No tengo prejuicios contra ninguno de los directores. Mi mente está muy abierta en lo que respecta al tipo de director que me gusta que me acompañe. Tras muchas horas de colaboración, necesito que su trabajo sea inspirador para mí como solista y viceversa. Que se conecten nuestras formas de interpretar la música. Eso es justamente lo que no ocurrió con Celibidache. No tenía la misma concepción sobre lo que estábamos haciendo y era muy difícil llegar a un punto intermedio sin que mi manera de tocar se resintiese. Es imposible trabajar con directores autoritarios.

–¿Qué dirección toma la composición contemporánea para violín?
–He estrenado piezas de compositores tan dispares como Dutilleux, Previn o Penderecki, y tengo dos encargos pendientes con Boulez y Gubaidulina, previsto este último para el 2005. En todos compruebo que han tenido muy en mente para qué instrumento estaban componiendo, aunque hayan ideado nuevos colores y sonidos junto a unas demandas técnicas nunca antes requeridas. Pero a la vez han mantenido las exigencias estéticas, se han sentido en la obligación de dejar en el oyente un recuerdo de belleza, en el sentido de generar una espiritualidad que quizás sea muy difícil encontrar en otras artes.

Obsesión por la técnica
–¿Los registros discográficos han promovido una obsesión por la perfección técnica?
–Vivimos en un tiempo en el que muchos intérpretes poseen un criterio estético musical íntimamente ligado a una técnica pulida. Yo no coincido con esa concepción; por el contrario creo que la música debe reflejar todas las emociones, tanto del compositor como del intérprete. Éstas incluyen a menudo momentos de oscuridad, de desesperación. Porque no existe la belleza sin el horror. Y eso es lo que debe tener en cuenta el artista.

–Tras 20 años de visitar España, ¿cómo percibe nuestra evolución?
–En mi gira de este año, a excepción de Bremen, Madrid, Barcelona y Valencia serán las únicas ciudades en las que voy a hacer música de cámara junto a mi marido. Es increíble observar cómo han cambiado las cosas en los veinte años que llevo visitando este país. El aumento de la calidad del público, hoy auténticos melómanos, ha ido paralelo al desarrollo de las infraestructuras musicales. Es impresionante la cantidad de salas de conciertos que se han construido. Disfruto tocando en ellas, no sólo por su belleza sino también por su calidad.
–Su último disco no sólo contiene aires de tango...

–La idea nació de una pieza, llamada Tango Song and dance, que compuso mi marido para mí a mediados de los noventa, escrita para violín y piano en dos movimientos. Me gustó tanto que pensé preparar una serie de recitales con diferentes canciones y bailes folclóricos. Durante siglos han sido éstas las fuentes de inspiración musical para muchos compositores como Bartók o Brahms. La grabación contiene una colección de canciones y bailes, no sólo tangos, sino también cosas de Gershwin –Porgy and Bess–, Kreisler –Capricho vienés–, Fauré o Brahms –Danzas Húngaras–.

–¿Qué papel juega la música en este tiempo pre-bélico?
–Es un ejemplo de universalidad. El idioma de la música está por encima de lenguas. Diferentes culturas comparten las mismas pasiones musicales. Fíjese en la mezcla de nacionalidades que existe en cualquier orquesta del mundo. También los oyentes que acuden a los conciertos se mezclan en una sala con una motivación en común: disfrutar de la belleza de la música.


Carlos Forteza
El Cultural

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