6/4/2021 |
https://www.lavanguardia.com/cultura/20210405/6627192/stravinsky-consagracion-ritmo.html
Semblanza del músico de San Petersburgo en los cincuenta años de su fallecimiento.
Igor Stravinsky, el que fue, emulando la obra de su maestro Rimski-Kórsakov, el nuevo príncipe Igor del París renovador de la segunda década del siglo pasado, falleció en Nueva York el 6 de abril de 1971, a punto de cumplir sus 89 años. Y su voluntad quiso cerrar un círculo de reconocimiento pidiendo ser enterrado cerca de Serguéi Diághilev en el cementerio de San Michele de Venecia. Diághilev le abrió la puerta a aquel altar parisino del arte cuando estrenaron en París El pájaro de fuego , Petrouschka y La consagración de la primavera entre 1910 y 1913.
París entonces gozaba de un núcleo renovador con Debussy, Ravel, Satie, Picasso, Viñes y otros, a quienes se sumó Falla. En 1913 La consagración fue “innoble y sistemáticamente silbada por los tradicionalistas cerrados y por los tontos; pero fue defendida con igual tesón por los artistas de la vanguardia”, dice Joaquín Nin quien, ya a las puertas de la Gran Guerra, recuerda haber celebrado con Enric Granados y todo el grupo su versión orquestal triunfal, dirigida por Pierre Monteux en el Casino de París: “Tengo la cabeza llena de ritmo”, decía Granados despidiéndose de los amigos.
Concierto en París
En 1913, ‘La consagración de la primavera’ fue silbada por unos y defendida por otros
Tiempos de guerras, no sólo para Europa, sino de doble significado para el conservador –al menos en ideas– Stravinsky, que en 1917 padecía de lejos también la Revolución Rusa. Un año antes había visitado España con los Ballets Rusos y Diághilev, una aventura intensa que marcó un capítulo importante de los Ballets, acogida avalada por la Casa Real que les permitió sobrevivir en un mundo en guerras y sin patria.
Pero Stravinsky vivía en Suiza, y allí poco después, en 1918, dio a conocer Historia de un soldado, que entraba en aquel terreno que Falla había transitado un año antes con la pantomima de El corregidor y la molinera transformado a instancias de Diághilev en 1919 en El sombrero de tres picos junto a Picasso.
El pintor y Stravinsky se conocieron cerca de los estrenos de Parade en el París de 1917 y el del Gran Teatre del Liceu en noviembre. Esta celebrada amistad llevó a ambos –Diághilev presente– a la complicidad del Polichinela (estrenada en 1920) y de ahí el famoso retrato del músico. Esta obra abría las puertas a Stravinsky hacia la formalidad del neoclasicismo que marcaría –junto al impulso de su catolicismo ortodoxo por la música sacra– el resto de su vida.
La sensibilidad del músico, su capacidad para comprender la importancia de su herencia rusa y las enseñanzas de Músorgski y de Debussy en cuanto a reflexionar sobre las esencias, incluyen una veta menor, pero de interés, en su tarea creativa: el arte popular. De ello dejó constancia en sus paseos con Falla y, como le ocurrió a Picasso a comienzos de 1910 en Ceret, entusiasmado al escuchar en el Ateneu Barcelonès la cobla y la sardana en su primera visita a la ciudad en 1924.
Todas estas son historias bien narradas por los protagonistas y bien recogidas en estudios por Oriol Martorell, por ejemplo, que cuenta las Sis visites i dotze concerts del compositor en Barcelona. Pero a partir del Stravinsky neoclásico hay otras lecturas que se imponen en la historia compleja de aquellos años europeos veinte y treinta, en que el fascismo entronizaba esta tendencia en Italia: la admiración que el compositor ruso expresó por Mussolini en sus distintas participaciones en aquel país. Especialmente en un espacio de modernidad como fue el Maggio Musicale Fiorentino amparado por el Duce, que tendría presencia en los años cincuenta en la cultura musical del franquismo.
Y es que, a partir del final de la Guerra Civil, y los consiguientes exilios de gran parte de los músicos renovadores españoles, la modernidad tuvo muy lenta incorporación en España. Y una de las figuras pronto rescatadas por el falangismo progresista y sacerdotal de Federico Sopeña y el régimen, para ser escuchada por los melómanos españoles, fue precisamente Stravinsky, en principio el de la música sacra, y luego lentamente su producción más asequible.
Gan Quesada y Christoforidis estudiaron bien esta estrategia del régimen necesitado de mostrar signos de modernidad y progreso al mundo, y de ahí la visita del compositor en 1955 a Madrid para dirigir la Orquesta Nacional. Poco después Stravinsky cerraba la puerta de España con una fugaz visita a Barcelona, gustosa, personal e íntima –6 y 7 de julio de 1956– de escala en viaje a Italia.
JORGE DE PERSIA
La Vanguardia