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Asombroso espectáculo

5/4/2004 |

 

En su segundo año al frente del Festival de Pascua, Simon Rattle ha venido a Salzburgo dispuesto a jugársela nada menos que con dos óperas mozartianas: Cosí fan tutte e Idomeneo. Bien es verdad que el director de Liverpool suele recurrir a Cosí en las grandes ocasiones mozartianas. Fue, por ejemplo, el título que eligió en 1991 en Glyndebourne para la celebración del segundo centenario de la muerte del compositor. Ya entonces extrajo una lectura memorable, en instrumentos de época, con la orquesta del Siglo de las Luces. Es una experiencia que ahora ha contado de una forma determinante en la manera de tocar de la Filarmónica de Berlín.

De entrada, Rattle ha dividido la mítica orquesta alemana en dos agrupaciones -una para Cosí, otra para Idomeneo-, buscando ante todo una sonoridad camerística. Luego están las cuestiones de estilo, con una utilización de los arcos tan distinta del periodo barroco como del romántico. La transparencia llega a niveles tan excelsos que la ligereza se impone con una precisión asombrosa, situando la belleza sonora en una enriquecedora ambigüedad.

Cecilia Bartoli estaba coja por una caída en un ensayo. Los directores de escena se apresuraron a anunciar que la cojera había sido un accidente y no una decisión teatral. La brava cantante romana se movió, no obstante, con agilidad dentro de lo que cabe, logrando dejar en segundo plano el efecto extraño de un zapato de tacón en un pie y un cúmulo de vendas en el otro. A la hora de los recitativos o del canto importó poco el accidente físico. La actuación musical y teatral de Cecilia Bartoli como Fiordeligi fue deslumbrante de principio a fin, y en el rondó Per pietá, ben mio, perdona alcanzó cotas sobrenaturales por desgarramiento, intensidad, dramatismo y profundidad. La estremecedora ovación estuvo a la altura de las circunstancias. Soberbia, asimismo, en todos los terrenos estuvo Magdalena Kozená como Dorabella, y no se quedó atrás Barbara Bonney en la simpática Despina. Los recitativos de ambas no estuvieron, en cualquier caso, a la altura de los de Bartoli, y tal vez sea eso el único lunar de la representación: la ausencia de un asesor lingüístico. Los tres chicos -Streit, Finley, Allen- también se movieron en el ámbito de lo superlativo, aunque las protagonistas, ya se sabe, son ellas.

El peso de una pluma va ganando, conforme transcurre la representación, al de una gruesa piedra situada al otro lado de una polea. El matrimonio Herrmann (que ya había trabajado con Rattle en Salzburgo en Las Boreades, de Rameau) hace una lectura teatral de una belleza plástica enigmática e inquietante, reforzada por un figurinismo y una iluminación de tono futurista, con un movimiento coral (estupendo también musicalmente European Voices) tan novedoso como sugerente. Los disfraces, los abanicos, los paraguas, los biombos, describen perfectamente el mundo de las apariencias. Ellas saben desde el primer momento la trama que ellos están preparando para poner a prueba su fidelidad. El engaño no interrumpe la pedagogía en esta lectura atemporal, sino que la potencia con un punto de escepticismo y una pérdida de ingenuidad.

J. Á. Vela del Campo
El País

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