Gracias mamá, gracias papá ...por mi primera noche en la ópera
17/1/2003 |
El Teatro Real estrenó el miércoles su ciclo Ópera en Familia con «Bastián y Bastiana», compuesta por Mozart cuando tenía 11 años. La intepretación de cantantes jóvenes, la idea escénica de Emilio Sagi y la colaboración como narrador de Emilio Aragón han contribuido a su éxito
La boca de metro de Ópera me empuja a la oscuridad de un miércoles nocharniego. Son casi las ocho y hace frío. El centro de la ciudad tirita la habitual resaca de enero. Me encamino hacia el Teatro Real. El edificio gris se alza imponente entre la prisa y el humo. Llevo la soledad enfurruñada dentro del abrigo. Quizá sea el frío, quizá el ruido. Descubro a varias familias caminando a mi lado. Es entonces cuando alguien pronuncia mi nombre en voz alta: «No te alejes, F.» La frase está dirigida a un niño que avanza junto a mí. Apenas logro verle el rostro. No es más que un flequillo, unos ojos oscuros, inocentes, que me enseñan su asombro entre la bufanda y el gorro. Aun así, le encuentro cierto parecido a mí, a ese yo lejano que aparece en las fotografías de cuando era niño. Y de pronto, la mente, tan ocupada siempre en ordenar pasados y futuros, deja paso al corazón, que me sumerge a su antojo en las lagunas del tiempo.
Es sólo mi nombre, mencionado por una voz anónima. Sin embargo, desde ese momento, no soy este presente, no soy este adulto que hace años despidió a su padre para que iniciara su viaje hacia el cielo, no soy esta soledad madura atenazada de fechas y teléfonos. Es cierto que el reloj marca las ocho, que continúo avanzando hacia el teatro y que el invierno es el mismo, pero mi adulto ha desaparecido. Lo sé porque el chaquetón de mi padre me roza la mejilla, porque siento su mano enorme aferrada a la mía, porque noto cómo saca las entradas del bolsillo. Y al mirar hacia arriba encuentro sus ojos azules, tranquilos, protegiéndome para que no me pierda entre las muchas familias que se agolpan en la entrada.
Mi excitación se confunde con la de los otros chicos, que corretean inquietos por el vestíbulo. Aún no sé qué es una ópera. Mi padre, un ingeniero de palabras escasas, tampoco me explica mucho. Es mi madre, un paso detrás de nosotros, con mis hermanas de la mano, la que se encarga de contarnos quién compuso la obra, qué niño o qué prodigio hizo que la música y las frases se mezclaran. Casi no la escucho. Mi atención huye hacia la elipse verde de una alfombra, a las columnas, a los palcos, a la araña del techo. Un hombre uniformado en azul y dorado nos señala nuestras butacas. La luz se apaga lentamente, suena una flauta.
Aparece una mujer. No entiendo lo que canta. Pregunto a mi madre en un susurro. Ella me sonríe y me indica un panel junto al techo. En seguida las palabras, ésas mis aliadas, me ayudan a conocer a Bastiana. Poco después, oigo el murmullo de mis hermanas cuando Colás lanza su hechizo. El patio se llena de colores, bajan burbujas del techo, surge la alta magia. En el foso, los músicos ordeñan sus violines en el prado del viento. Entre árboles resuena el canto de Bastián. Da la impresión de que todo acaba de comenzar cuando un corazón baja del techo y se posa en la hierba. Bastián y Bastiana, por fin, se aman. Estallan los aplausos, las luces se encienden y es de nuevo el recibidor, chicas con trenzas, ojos llenos de estrellas, pantalones cortos, calcetines, guantes diminutos, y los mayores, allá arriba, gigantescos molinos conversando entre ellos.
El vaivén del metro acuna a mis hermanas, que duermen en el regazo de mis padres. Yo me resisto, de pie, aferrado a un asidero del vagón. Leo los nombres de las estaciones. Quedan cuatro hasta llegar a casa. Tengo todavía el flequillo empapado de música. Y si cierro los ojos y aprieto los puños es para no olvidar, para que no se me olvide nunca esta primera noche en la ópera. Gracias, mamá. Y donde quiera que estés, papá, gracias.
F.M.
Abc