Se ha ido Gerard Mortier, uno de los nombres que durante las últimas décadas puso del revés el mundo de la ópera, con el aplauso de muchos pero también cosechando las críticas de otros tantos. Algo que lejos de amilanarle, reactivaba aún más su convicción de la necesidad de agitar a un público, en su opinión, conservador y acomodado en la contemplación de la belleza o el puro entretenimiento. Sin embargo, para el director belga, que se labró una carrera desde las humildes raíces de una familia trabajadora (su padre era panadero) hasta convertirse en gurú para un selecto club de directores de orquesta y de escena (tuvo algo menos de feeling con los cantantes) que le ayudaron a levantar los cimientos de la Era Mortier, veía el teatro como un instrumento para entender y cambiar la realidad social.
El pasado verano, le diagnosticaron un cáncer de pancreas, contra el que luchó con entereza, como demostró cada vez que visitó el Teato Real para seguir el desarrollo de sus proyectos más personales: el estreno mundial de «Brokeback Mountain» o la presentación en España de «Tristán e Isolda», también acompañó a su amigo Peter Sellars para la presentación de «The Indian Queen», quien no dudaba en afirmar el pasado mes de octubre «que suerte tienen de que este hombres esté todavía vivo entre ustedes». Pero el propio Mortier era consciente de su terrible enfermedad: «Me quedan cuatro meses», decía en octubre a los periodistas. Y un mes más tarde: «Sigo luchando, pero queda menos».
Su sucesión en el Teatro Real
Su enfermedad coincidió con su relevo al frente del Teatro Real con el que tenía contrato hasta 2016, un compromiso que dos años antes de expirar debía ser pasado a consulta para su conclusión o su posible renovación. Las fuertes discrepancias provocadas durante sus tres años al frente del coliseo madrileño con parte del público y algunas instituciones, extinguieron una posible renovación y el anuncio de su enfermedad la necesidad de adelantar el proceso de selección de su sucesor. Las declaraciones de Mortier en la prensa (desvelando los entresijos del proceso de selección y su disconformidad) ya son parte de la historia, una historia amarga que dejó heridas en ambas partes. El resultado fue el nombramiento de Joan Matabosch como nuevo director artístico. Al director belga le quedó el premio de consolación de convertirse consejero artistico. ¿Hasta cuándo? Fue una pregunta que nunca tuvo una respuesta clara, pues sería su enfermedad quien marcaría la longevidad de este nuevo compromiso.
Sus logros en el Real
Entre los logros alcanzados en el Teatro Real habrá muchas discrepancias, reflejo de su propia personalidad. Consiguió que el coliseo madrileño apareciera en toda la prensa internacional gracias a sus estrenos de «El americano perfecto», el fichaje de Michael Haneke para el «Così fan tutte» (coincidiendo con el éxito de su película «Amor») o la adaptación operística de la oscarizada «Brokeback Mountain». En ese «laboratorio» que para él era el teatro reunió a figuras de la talla de Bob Wilson, Marina Abramovic, el actor Willem Dafoe y la voz de Antony Hagerty, en un espectáculo fuera de las convenciones de la ópera, que tanto le gustaba transgredir, «Vida y muerte de Marina Abramovic». Pero no todos sus experimentos tuvieron la misma fortuna. Ahí está «C(h)oeurs», o los montajes de Tcherniakov como «Don Giovanni». Sin ir más lejos, muy discutida ha sido la lectura escénica de «Alceste», dirigida por Warlikovski, que estos días se puede ver en el Real. Pero en estos títulos también se encuentra el éxito que persiguió Mortier, quien lucho durante toda su vida contra la indiferencia.
De La Monnaie a Madrid
Su primer trabajo en el mundo operístico fue como asistente del director del Festival de Flandes. De 1973 a 1980 colaboró como director artístico del director de orquesta Christoph von Dhonanyi en las localidades alemanas de Dusseldorf, Fráncfort y Hamburgo. Después fue llamado por Rolf Liebermann y Hugues Gall para colaborar en la Ópera de París.
En 1981 fue nombrado director del Teatro Real de la Monnaie (Bruselas), y convirtió la capital belga en un referente del arte lírico en Europa. Para ello se rodeó de importantes nombres de la escena y de nuevos talentos, a la vez que organizó una atractiva programación
Entre 1988 y 1989 intervino en la preparación del proyecto de la Ópera de la Bastilla en París y, en 1991, se hizo cargo de la dirección del Festival de Salzburgo, cargo en el que sucedió a Herbert von Karajan. Su gestión al frente del festival de la ciudad austríaca se distinguió por la renovación de la programación, la búsqueda de nuevas audiencias y la modernización del Festival. También por el enfrentamiento con los que durante durante años habían reinado en el festival, como las casas discográficas, y algunos artistas con los que enfrentó abiertamente. Distanciamientos que en algunos casos se perpetuaron en el tiempo. También cosechó la fidelidad de otros a los que arrastró al mundo de la ópera, como el grupo catalán La Fura dels Baus, que repitieron varias veces con él en Salzburgo, París y Madrid («La flauta mágica», «Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny»).
Después el Gobierno de la región alemana de Renania del Norte-Westfalia le ofreció en 2001 el desafío de crear y dirigir en la región del Ruhr el festival «Ruhr-Triennale 2002-2004». Fruto de este periodo nació uno de sus montajes más emblemáticos, «San Francisco de Asis», obra fetiche del director belga (ya realizó en Salzburgo), que se pudo ver en su primera temporada en el Real. Ese último año fue nombrado director de la Ópera de París, de la que era director delegado desde diciembre de 2001.
La Ópera de la Ciudad de Nueva York (hoy desaparecida) le llamaría para convertirse en la alternativa al Met. Sin embargo, la aventura americana se vio frustrada tras renunciar a dirigir la ópera de la ciudad estadounidense en 2008 por los recortes en gastos de la institución. Un momento que coincidió con la búsqueda por parte de un nuevo director artístico en el Teatro Real, tras la no renovación de Antonio Moral, y la conclusión voluntaria del suyo por parte de Jesús López Cobos. El puesto que parecía iba a ser ocupado casi con seguridad por Stephane Lissner, intendente de la Scala de Milán, finalmente recayó en el director belga que se incorporó al coliseo madrileño de manera oficial en 2010.