Estoy escuchando una grabación de un concierto de Mozart que se va a publicar en breve. Sin mirar la carátula, puedo saber por el fraseo que el director es Claudio Abbado y la pianista Martha Argerich, una de sus colaboradoras musicales más cercanas. Abbado imprime una huella a las interpretaciones musicales que es inconfundible: elegante, afirmativa, de corte exquisito y, no muy por debajo de la superficie, un brillo de ingenio furtivo que solo se advierte horas después de que la interpretación quede guardada en la memoria.
Muy pocos maestros tienen un sonido personal característico. Abbado lo tenía y lo sabía, y lo llevaba con una despreocupación que algunos confundían con arrogancia pero que, como percibían las personas más próximas a él, era la determinación de aprovechar al máximo ese don para servir a la música que más cerca estaba de su corazón. Abbado, a pesar de todos sus defectos y debilidades humanos, se aseguraba de que todo el mundo supiera que la música era lo primero.
Ocupó los puestos más destacados de la Europa musical –la Scala de Milán; la Ópera Estatal de Viena; la Filarmónica de Berlín — y se alejó de los tres cuando las condiciones que ofrecían no cuadraban con sus exigentes expectativas. Se marchó de Viena en 1990, en vísperas del bicentenario de Mozart, al negarse a aceptar una merma de la calidad. Cuando se trataba de música, no se podía discutir con Abbado.
La interpretación que acude inmediatamente a mi mente es el concierto con el que inauguró su titularidad en Berlín. Era la Sinfonía nº 1 de Brahms y el público esperaba, conteniendo la respiración, la tensión creciente y el cambio de ritmo a los que Herbert von Karajan y tantos otros lo habían acostumbrado antes de la gran melodía del final. Con Abbado, la transición de la exposición a la resolución fue casi imperceptible. Estábamos en medio de la gran melodía antes de darnos cuenta de que estaba ahí. En ese momento entendí una de las lecciones fundamentales de este músico consumado: que la música, para Abbado, era una fuerza de la naturaleza que tenía que encontrar su propio momento, llenar su propio vacío. Controlarla era tan inútil como detener las olas de la playa, o las manecillas del reloj de nuestra vida.
Lo desahuciaron por un cáncer de estómago hace 15 años, pero luchó por recuperarse tras la operación con voluntad de acero y una dieta espartana – lo más difícil para un hombre que adoraba la buena cocina —para compartir unos últimos años dorados con grupos que creó para sí mismo: la Orquesta Gustav Mahler, la Orquesta del Festival de Lucerna y, finalmente, la Orquesta Mozart, que ha sido liquidada la semana en que ha muerto. Muchos jóvenes músicos europeos, escogidos cuidadosamente por Abbado, llevarán con orgullo esa selección durante toda la vida.
En la década de 1980, en la Orquesta Sinfónica de Londres, Abbado impulsó una ambiciosa serie de recitales dedicados a Gustav Mahler y el siglo XX. La Orquesta, recién instalada en el Barbican Centre, había evitado la quiebra a duras penas y no podía permitirse ese proyecto. Clive Gillinson, su nuevo administrador, fue atemorizado a decirle a Abbado que sus planes tendrían que reducirse. Abbado le sonrió con dulzura. “Con la música”, respondió, “no hay concesiones”. El festival sobrevivió y fue viento en popa. Gillinson, ahora director del Carnegie Hall, colgó metafóricamente las palabras de Abbado sobre su escritorio.
Cualidades como las de Abbado son raras en cualquier época, quizás únicas en una generación. La obstinación no siempre es un rasgo atractivo en un artista, pero Abbado la matizó con una indefectible capacidad para reírse de sí mismo y del mundo. Riccardo Muti, en teoría su archirrival en el podio y en las opiniones políticas, me contó que ambos comían juntos de vez en cuando para reírse de la absurdidad de su imagen pública, cuando ambos estaban entregados a la misma fe con igual pasión.
El mundo ha perdido un gran maestro. Es para hombres como este para quienes Verdi escribió su Requiem.