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Músico de hombres

21/1/2014 |

 

Cuesta creerse que haya muerto Claudio Abbado. No por la edad, 80 años, ni por el cáncer de estómago que lo había devorado, sino porque ya había resucitado. Lo hizo en Tokio, hace una década larga, mientras dirigía "Tristán e Isolda" de Wagner  con las huestes de la Filarmónica de Berlín.

Abbado estaba desahuciado. Lo trasladaban al hospital entre acto y acto para tutelar su salud, pero regresaba al foso, como si el desenlace de Tristán  fuera el suyo. Como si suyas fuera la plegaria de Isolda en el desenlace de la ópera: "  ¿No lo veis? ¿Cómo el corazón se le dilata, valeroso, cómo pleno y noble se le hincha en el pecho? [...] En la crecida ondulante, en el sonido resonante, en el universo suspirante de la respiración del mundo...".

Había regresado Abbado entre los japoneses y entre los vivos. Se había repuesto del cáncer. Pensaba entonces que su destino era el mismo de Tristán ("la antorcha se apaga..."), pero halló en el vientre de la ópera la energía que creía agotada. Hasta el extremo de convertirse en "otro" director de orquesta, quizá provisto de la clarividencia y de la humanidad.

La explicación estriba en que reconocía escuchar más música de la que escuchaba antes. No aludía a la cantidad, sino al aspecto cualitativo. Se había agudizado su percepción, leía mejor entre líneas, había descubierto una nueva sensibilidad. O había resucitado, tal como verificaron los filarmónicos berlineses en el templo de Tokio y como apreciamos los melómanos madrileños cuando dirigió la "Novena" de Mahler en 2010. 

Imposible olvidar aquel ejercicio de elevación metafísica ni de sobrecogerse cuando las luces se fueron apagando en los estertores de los últimos compases. No quería Abbado aplausos. Quería que el desenlace del testamento de Mahler se reconociera en el silencio. Como si el silencio fuera también la música, igual que el espacio otorga la vida a una escultura.

Es la razón por la que Abbado también conseguía que los espectadores escucháramos  la música desde una perspectiva diferente, cuando no superior. Su presencia, como sucedió el pasado marzo con la "Cuarta" de Beethoven, predisponía a un estado de sugestión. Lograba el maestro oficiar un ritual de concelebración. Tan escrupuloso que hasta la epidemia de las toses tan habitual en el Auditorio se contenía en beneficio del silencio y de la expectativa.

No es que Julio Cortázar se refiriera al maestro italiano cuando entrecomillaba la expresión "músico de hombres" en un pasaje del relato "Reunión", pero la definición encajaba en la resurrección de Abbado y redundaba en la capacidad de fascinación.

Claudio Abbado no dirigía. Claudio Abbado se aparecía. Un verbo de prosaicas resonancias milagrosas que acostumbra a conjugarse en el plano abstracto e intangible. Abstracto porque es difícil pesar o medir la sugestión, la devoción, la comunión. Intangible porque el aura que rodeaba al maestro no adquiere una forma concreta, pero se percibe de algún modo.

Es la misma sensación que Dino Buzzati observaba en la figura de Arturo Toscanini cuando descendía a la oscuridad del foso. Una especie de fuerza espiritual y de energía que el crítico alsaciano Ferdinand Lion también advertía en sus conversaciones con Thomas Mann.

Más aún cuando cada concierto de Abbado parecía en cierto modo el último. No porque hubiera estado cerca de la muerte o porque puediera rebrotar el contratiempo de aquél maldito cáncer de estómago. Ni siquiera por su 80 años. Más bien porque se vaciaba en ellos, se transfiguraba, se entregaba como si fuera la última vez que iba  a tener delante a Beethoven.

Nos lo contaba e trompetista Martín Baeza, natural de Almansa, profesor habitual en el dream team de Abbado, testigo de su resurrección en el foso de Tokio: "Con él sabes desde qué punto sales, pero no adónde vas a llegar. Donde los demás directores no llegan, ahí empieza precisamente Claudio Abbado. Esa es la gran diferencia".

Abbado había encontrado un insólito equilibrio existencial entre el huerto de Cerdeña y la residencia invernal en Omán. En la isla cultivaba sus olivos y sus plátanos, mientras que en la sultanía había hallado   el sol que requería  su salud y que ha terminado ocultándose para que el maestro alance la inmaterialidad que ya había presentido en sus conciertos. Emulando a Isolda:

En el fluctuante torrente,
en la resonancia armoniosa,
en el infinito hálito
del alma universal,
en el gran Todo...
perderse, sumergirse...
sin conciencia...
¡supremo deleite!

RUBÉN AMÓN
Blog de pecho

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