No fue un niño prodigio. No era un gran instrumentista. No tuvo una gran formación. Comenzó como director de orquesta con pequeñas agrupaciones de provincias. No era un gran director, ni tampoco destacaba mucho como compositor. Su sueño era triunfar en París, como su compatriota judío Meyerbeer, escribiendo «grand ópera» al estilo francés. Sus actividades revolucionarias le convirtieron en un proscrito, pero también sus deudas.
Tenía que huir constantemente de una ciudad a otra para no ir a la cárcel, y así viajó a París (1839-1842) a probar fortuna. Una tormenta sacudió este viaje a través del Mar del Norte: en medio de la tormenta, los marinos creían ver el barco del Holandés Errante. Una vez en París, se encontró con la indiferencia general y una pobreza cada vez más acuciante. Entonces regresó a Alemania y se convirtió en todo aquello que nunca había sido: un patriota, un nacionalista y un antisemita. Y escribió otra ópera más, «El holandés errante» (1843). ¿Quién podría esperar a aquellas alturas que fuera capaz de tal hazaña? Su primera ópera alemana fue también su primera obra maestra. Hasta entonces había sido un mediocre, a partir de entonces fue un genio.
Wagner nunca escribe nada que pudiera haber escrito otro
Del mundo y de los dioses
El proyecto de su vida, «El anillo del nibelungo», basado en antiguas sagas islandesas, cuenta la historia del mundo y de los dioses; cuatro óperas, en mitad de las cuales escribe otras dos, «Tristán», su obra maestra, y «Los maestros cantores», su obra cómica. Luego la última ópera, «Parsifal»: para muchos, la más grande de todas; para otros (Nietzsche, Adorno), una obra espuria.
Pertenece al grupo de los más grandes: Bach, Mozart, Beethoven, Schubert. Es el músico más original que jamás ha existido. No sólo porque su estilo es inconfundible, sino porque nunca escribe nada que pudiera haber escrito otro. Sólo Liszt, su suegro, es una influencia directa y discernible.
Es el ejemplo más asombroso, junto con Proust, de transformación de las limitaciones en virtudes. Su dificultad para escribir óperas convencionales se transforma en la «obra de arte del porvenir» y en la llamada «melodía infinita», que no significa una melodía que no acaba nunca, sino un discurso musical carente de transiciones o de pasajes de relleno. Su manifiesta incapacidad para escribir melodías (le salen cuadradas, rimbombantes, siempre con forma de marcha) se transforma en el lenguaje de la ópera moderna, donde la melodía es en realidad un comentario a la armonía.
Su música no suena a obra de arte, sino a realidad, a acontecimiento
País de la noche
Su continuidad es la continuidad de la vida, un acarreo poderoso que nunca cansa, que nunca es artificial, que resulta tan orgánico e indudable como el curso de un río. Uno no «oye» música de Wagner, sino que vive dentro de ella. El gran tema de Wagner es el enigma de la identidad. Sus historias gravitan siempre en torno a personalidades escindidas en busca de «redención» (el Holandés Errante), personajes que no pueden decir su nombre (Lohengrin, Tristán), personajes que no saben quiénes son (Siegfried, Parsifal), personajes que olvidan quiénes son (Siegfried). El dragón Fafnir le dice a Siegfried, poco antes de morir bajo su espada: «Oh, tú, joven, que no te conoces a ti mismo».
En Wagner canta el mundo, pero los personajes no oyen esa música
Otro de sus temas es la espera. La espera (el deseo) es el tema de «Tristán»: en el primer acto, el rey Marke espera a Tristán e Isolda; en el segundo, Isolda espera a Tristán; en el tercero, Tristán espera a Isolda. La espera es también la esencia del lenguaje musical de la tonalidad: espera de algo que va a suceder, del acorde que va a resolver. En Wagner la espera se prolonga de tal modo que se convierte en un estado. La espera de lo que jamás llegará. El deseo de lo que jamás se logrará. Así, la tonalidad comienza a disolverse.