14/5/2012 |
Puede tener razon Berry, pero unas y otras objeciones se antojan insuficientes en comparación con los beneficios que aporta la experiencia. Primero porque las óperas se transmiten en directo, con todos los riesgos y sugestiones de un fenómeno vivo. En segundo lugar, porque se produce en la sala una verdadera concelebración. Hay un público melómano en las butacas, una platea iniciada. El tercer argumento concierne a la capacidad divulgativa que comportan los cines, y el cuarto término se le acerca al operófilo la oportunidad de asistir a la temporada del Met, de la Scala, o del Covent Garden, por citar tres de los teatros punteros que se han adherido a la 'ópera en el cine'.
Tiene razón Gérard Mortier al afirmar que el ideal consiste en contemplar la ópera en vivo y en directo, pero las reflexiones del intendente madrileño deben resultarle una perogrullada a un melómano de Vigo o a un operófilo de Birmingham o un espectador accidental de Palermo. ¿Cuántos teatros de ópera hay realmente en el mapa de un ciudadano europeo u estadounidense? ¿Cuántos espectadores pueden permitirse el desembolso de las entradas? ¿Qué medios y qué ahorros habría que poner sobre la mesa para asistir a la 'Tetralogía' wagneriana en el Met?
"La ópera en los cines es una alternativa", explica Stéphane Lissner en nombre de la Scala. "Creemos que es una fórmula de divulgación sensata y recomendable. No se trata de sustituir cuanto ocurre en un teatro de verdad, sino de prolongar el acontecimiento más allá de las paredes de la Scala. Dar a conocer y compartir un proyecto cultural. Comprometernos con nuestro papel de teatros nacionales e internacionales".
El Covent Garden de Londres realiza su misión con la transmisión de diez títulos en Gran Bretaña y 18 fuera de las fronteras, mientras que la compañía Emergin Pictures se ocupa de divulgar los espectáculos de Venecia, Bolonia, Florencia y Parma. Se han dado cuenta unos y otros de que la ópera atrae a un nuevo público; que muchos espectadores consideran menos intimidatorio acudir al cine que pisar la alfombra roja de un teatro; que la gran pantalla permite ver los detalles de cerca, recrearse en los primeros planos, incluso amenizarse los descansos con los secretos de la tramoya. Esta última peculiaridad mantiene en alerta a los escépticos, fundamentalmente porque el peso progresivo de la alta definición podría terminar condicionando el criterio de los repartos. No sería tan importante la voz como el aspecto de la prima donna y las hechuras del tenor, redundándose en los riesgos de una metrosexualidad que va ganando terreno en las modas operísticas. Semejante problema se añade a otros dos peligros más o menos relevantes. El primero, de orden técnico, concierne a la adulteración de la voz que implican los micrófonos y los sistemas de transmisión. Y el segundo, bastante más abstracto, se relaciona con que la apertura de la ópera a un público más vasto y heterogéneo pueda comportar una afinidad desmedida al gran repertorio y las producciones más convencionales. Son argumentos marginales, periféricos. Más aún teniendo en cuenta que las razones divulgativas ya descritas anteriormente se complementan con las financieras. En tiempos de crisis y de recortes presupuestarios, las recaudaciones de los cines se perfilan como un recurso económico antaño inimaginable. Los datos del Met son acomplejantes en este último sentido. Tan acomplejantes que la cifra de espectadores que asistió al teatro neoyorquino el pasado año, 800.000, es casi tres veces inferior al número de personas, tres millones, que pasaron por taquilla en los cines para seguir la temporada en alta definición.
Rubén Amón
Blog de pecho