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Divos de ayer, divos de hoy

8/5/2012 |

 

 

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La llegada de Plácido Domingo al Real, el último gran divo, pone de relieve lo que ha cambiado el término en el mundo de la ópera. Y no precisamente a peor…

Las palabras no sólo se transforman con el tiempo o los usos sociales, también con la fuerza que les dan esas gentes que las otorgan significado. Esto ocurre de una manera habitual con los divos. La metamorfosis a la que someten sus matices va cambiando de manera profunda según las épocas.

No hay por qué estar de acuerdo, pero no sería difícil llegar a un consenso si propusiéramos que el divismo en la ópera comienza en el siglo XVIII. Fue con los castrati. A aquellos seres que habían transformado su cuerpo y renunciado por mor del arte –o más bien, para ganarse los garbanzos y salir desesperadamente de la pobreza- a una vida más o menos normal, si triunfaban en los escenarios se les estaba permitido todo.

Luego, dependiendo de cada cual, algunos llevaban sus caprichos absurdos al exceso, como fue el caso de Caffarelli, mientras que quien fue el más grande según las crónicas, Farinelli, brillaba por todo lo contrario: su discreción.

A partir de entonces, el divismo fue desarrollando su historia siempre en paralelo con la de la ópera. Tuvieron sus picos, sus épocas de gloria, poder y encanto. Pero no siempre reinaron. El siglo XIX fue el de los compositores, mientras que ellos gobernaron los hilos de los teatros a principios y a mediados del XX, llenando cada recinto con sus nombres inscritos en letras doradas como gran reclamo para el público: Del Monaco, la Callas, la Tebaldi, Pavarotti, el gran Alfredo Kraus... El elevado precio de las entradas merecía la pena por escucharles, por verles, por contarlo, por compararles o también para patearles, si se diera el caso.

De aquella estirpe, de aquella forma de entender el mundo de la ópera girando entorno a nombres concretos quedan algunas figuras prominentes y otras no tanto. Entre las primeras destaca Plácido Domingo, un cantante que aunque sólo fuera por su manía de batir récords, ha logrado aglutinar seguidores con el mero impacto de su nombre. Plácido llega esta semana al Teatro Real para cantar Cyrano de Bergerac. Las cifras y la leyenda le contemplan. Pero es el último ejemplo digno de una manera de entender el papel del cantante dentro de un mundo loco, excesivo y con su propia lógica.

Aunque sólo sea por eso y porque la biología nos tiene in alvis con la sospecha de cuándo será la última vez que podamos disfrutarlo, merece la pena verlo en pie dentro de un escenario.

Pero hoy el divismo que él conoció y que representa noblemente ha muerto. Eso tiene sus pros y sus contras. Si bien él ha demostrado que puede elegir y poner a girar entorno suyo los espectáculos en los que se compromete, que, en resumen, puede hacer lo que le da la gana, no es el caso de otros que se piensan con derecho a lo mismo por el mero hecho de parecer quien son.

El poder de los cantantes en el mundo de la ópera agonizó en los años noventa y se extinguió entrando el nuevo siglo. Ya ni la industria discográfica, que bastante tiene con sobrevivir a sus antiguos soportes como para aguantar bobadas, les asiste.

Los directores artísticos de los teatros y los grandes nombres de la escena tomaron el relevo para encaminar y hacer sobrevivir un arte caduco en manos de mentalidades anteriores. Se hicieron fuertes e impusieron las reglas que antaño habían estado en manos de cantantes y directores musicales. En buena hora. Hasta la fecha y salvo excepciones lamentables, han sido los únicos capaces de hacer potable un arte que resultaba demasiado decadente con las reglas de antaño.

La nueva generación de cantantes y algunos de los que se encuentran ahora entrando en la madurez, en general, han entendido eso a la perfección. Grandes nombres como Cecilia Bartoli o Juan Diego Flórez comprenden que para brillar, más que mostrarse delirantes en sus exigencias, deben adaptarse a un mundo que les demanda estudio, especialización, búsqueda de nuevos títulos dentro de sus posibilidades vocales, adaptación y sentido común frente a las nuevas tecnologías… Y lo que es más importante, en cierto sentido, humildad para ganarse la grandeza de su reconocimiento en escena. Son figuras que comprenden que el divismo no es sinónimo de capricho, sino de diferencia, carácter, entrega, riesgo, exposición, altura.

Las pataletas del divismo mal entendido quedan en otros ámbitos. La palabra hoy en la ópera significa personalidad no marketing, en su acepción más miserable y pobre, el término huye a otros ámbitos como el del cine o la música pop, mientras que en los escenarios de los teatros, el divismo lo comprenden hoy quienes ennoblecen el término con sacrificio y trabajo.

Quedan restos y víctimas del orden anterior. Aquellos que han querido trasladar la idea absurda del mírame y no me toques a los tiempos que corren. Pero esa pobre concepción de sus carreras les ha llevado al desastre: ¿Quién se acuerda hoy de Angela Gheorghiu, Roberto Alagna, Rolando Villazón? Los tres pretendieron hacer valer con armas del pasado un talento que se les quebró. Algunos de ellos, como el caso de la Gheorghiu, no consiguieron más consenso en torno a su figura que la convicción de que con sus humos lo único que hacía bien casi siempre es el ridículo.

Significado de la palabra divo.

Castrati, Divismo de ayer, grandes figuras, crisis de identidad, el poder de los directores musicales, después de los directores de escena. Divos malentendidos: hoy en el cine y en la música pop. Pero eso bueno para los divos ópera: grandes ejemplos, discreción, trabajo, investigación, saldos, restos: quienes entienden el divismo mal, en la cuneta.

Jesús Ruiz Mantilla
El Concertino

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