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CRÍTICA

'L´Elisir d´amore' al Liceu

Dulcamara fascista

20/3/2005 |

 

Música: Donizetti. Libreto: F. Romani. O. S Liceo. Dirección: D. Callegari. Dir. Escena: M. Gas, J. A. Gutiérrez. Escenografía y vestuarios: M. Grande. Iluminación: J. Gutiérrez. Liceo, 18 de marzo

La reposición del montaje de Mario Gas de «L´elisir d´amore» que se ha paseado por varias ciudades españolas desde su estreno en el Grec de 1983 -y que viajará este verano al Festival finlandés de Savonlinna-, volvió a dibujarle al público barcelonés una sonrisa en la boca. Si en el estreno liceísta de abril de 1998 todo resultó más participativo, esta vez la producción fue acogida con cierta distancia, quizás porque sobre el escenario faltó química y porque desde el foso las cosas no anduvieron todo lo bien que se hubiera querido. La propuesta posee frescura y gancho teatral con esa traslación temporal que funciona casi sin problemas y que, llena de detalles, sobre todo el coro supo transmitir sin payasadas. Las virtudes de la lectura siguen ganándole a las incongruencias con el libreto, aunque ahora se acentuara más el problema que crea la alfabetización de Nemorino, ya que la desigualdad social de ambos protagonistas, más todavía en esta Italia fascista, pierde enteros en lo que esta ópera tiene de drama. La siempre aplaudida dirección de actores de este «Elisir» neorrealista, demasiado exigente con los solistas, acabó convirtiéndose en lastre, porque, al final, la única que se paseó realmente cómoda por el escenario fue Mariella Devia; los otros protagonistas estuvieron siempre teñidos de tensión o sobreactuación.

Devia desarrolló una Adina que conoce en todas sus aristas, avalada por un canto puramente belcantista, generoso, delineando un trazo perfecto, con un dominio absoluto en la coloratura, un fraseo sublime y un control del «fiato» milagroso, dando una clase de estilo sin amaneramientos. Raúl Giménez saldó su debut liceísta con muchos nervios, algo apretado al intentar inundar con su voz hasta el último rincón de la sala traicionándose y, muchas veces, yéndose de tiempo; lo salvaron sus tablas, su conocimiento del canto «legato» y de la coloración del fraseo. Indudablemente estuvo mejor en los momentos más heroicos y líricos del segundo acto, pero él ya no es Nemorino.

El Dulcamara de Simone Alaimo, todo estrés y fingida simpatía, llegó en una voz bellísima, grande y comunicativa. El Belcore de Víctor Torres, muy cómico en sus andares, aportó un canto noble, con el caudal justo, mientras que Cristina Obregón se movió con entera corrección en el que es, sin lugar a dudas, su repertorio.

El magnífico músico que es Daniele Callegari por momentos no pudo controlar la coherencia foso-escenario, y no sólo con el coro o en los concertados, sino incluso en casi todos los dúos y tríos; algo no funcionó, y fue una lástima, porque su enfoque de la obra, que combinaba lirismo y chispa bufa en contrastes perfectos, fue todo un aporte ante una orquesta obediente y con buen empaste y un coro matizado al máximo. Por todo ello, este «Elisir» acabó algo amargo, como con la fecha caducada.
Pablo Meléndez-Haddad
Abc

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