Obras de Johann (padre e hijo), Josef y Edurad Strauss, Lehár, Nicolai, Suppé, Ziehrer y Waldteufel. Orquesta Filarmónica de Viena. Coro de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena. Director: Gustavo Dudamel. Musikverein de Viena, 1-I-2017.
El listón había quedado muy alto tras la actuación en 2016 de Mariss Jansons. Para equilibrar el balance, se había llamado al más importante fenómeno de la dirección orquestal de los últimos lustros, el venezolano Gustavo Dudamel (Barquisimeto, 1981), el más descollante producto del «Sistema» creado y diseñado, de manera revolucionaria, por José Antonio Abreu, directo profesor del artista de 35 años. Que Dudamel se volcó en la empresa es patente en dos datos de su actuación: llevaba todo el programa de memoria –él no le da importancia, se sabe poseedor de una retentiva privilegiada, digna de Toscanini, Maazel o Karajan– y la cantidad de piezas elegidas que constituían primicia en el «Neujahrskonzert», aunque esto última podría tener que ver con el rechazo a comparaciones el «compañero» Dudamel navegó con dignidad, soltura y poco más en la primera parte del concierto. De no ser por la efusividad que es gala y marbete del personaje, se podría hablar de un cierto hermetismo, con una contención y sobriedad que marcaron la media hora inicial del evento. La Filarmónica sonó maravillosamente –¡cómo iba a ser de otra manera!–, pero sin alma ni complicidad, con un dato significativo: a lo largo de toda la velada las habituales bromas de los instrumentistas o el director se redujeron al mínimo, salvado el silbato pajaril que Dudamel esgrimió al final de «Die Nasswalderin».
Pero en la segunda parte de la sesión, Dudamel salió dispuesto a comerse el mundo. No exhibió sabiduría vienesa ni el especial sentido del «rubato» que es marchamo de los grandes maestros que se han acercado a estas obras, desde Boskowski, Karajan y Kleiber hasta Prêtre, Barenboim, Harnoncourt, Mehta o Jansons. Eso lo adquirirá con el tiempo y con algunos años nuevos más a las espaldas, porque es previsible, dada su juventud, que vuelva a la Sala Dorada otro primero de enero. Pero generó energía –de la que estuvo ahíta la primera parte–, fuerza, convicción, entusiasmo y vocación por hacer honor a la música que interpretaba.
Desde la obertura «Pique Dame» de von Suppé, una de las siete novedades que el venezolano aportaba al primero de enero, la flexibilidad en el fraseo, la cuidada matización y el contraste de las dinámicas dejaron claro que Dudamel se sacudía todo freno y encorsetamiento y se tiraba a la piscina sin salvavidas. «La chica de Naswald», ya citada, fue un modelo de delicadeza y maravillosa dicción por parte de los solistas de la orquesta (los dos primeros violines y el arpa). Quizá por ello, Dudamel fue desgranando páginas en las que la competencia era nula o lejana, prescindiendo de los grandes valses de los dos Strauss, Johann y su hermano menor Josef, que elevaron la forma a la categoría de música irrepetible. Sólo «La llamada infernal de Mefisto» y «Las mil y una noches» entraban en el paradigma del gran vals vienés, y la lectura del primero fue comedida y justita. Dudamel brilló en piezas como el «Galop indio» de Strauss padre, el Vals «Los extravagantes» –homenaje a los caballos lipizanos de la Escuela Española de Equitación–, el «Hereinspaziert» de Ziehrer, o la tan hermosa «Salida de la luna», entresacada de «Las alegres comadres de Windsor», de Otto Nicolai, el fundador de la Filarmónica de Viena, página interpretada acertadamente con prestación coral, la de los cantores de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena.
Pero al artista el pasado se le presentó inexorable al llegar al «Danubio Azul», el vals más famoso de la historia. La interpretación de Dudamel fue irrelevante, con varios momentos de hermoso fraseo, pero sin la grandeza última que esta música encierra y que sólo desentrañan los hondos conocedores, aquellos que pueden pasar de lo repetitivo y mediano a lo excepcional. Todo fue preciso y justo en su versión, pero no hubo un componente «extra». Dudamel estuvo mucho más a gusto, y divertido, en la «Marcha Radetzky», y pudo terminar entre aclamaciones.
Viena ha llamado para 2018 a otro de los iconos de la Filarmónica, Riccardo Muti, que, aunque no los aparente, tendrá 76 años, tantos como el Concierto de Año Nuevo, en la edición venidera. Dudamel ha calentado motores, por así decirlo, en esta primera comparecencia en el concierto más difundido del planeta (90 países lo veían/escuchaban por radio y televisión, y la audiencia se calcula en 50 millones de espectadores). Tiene tiempo para perfeccionar sus interpretaciones, dejar el hermetismo en casa y medirse con los grandes del ayer.
Joven aunque sobradamente preparado
Dudamel cumplirá 36 años el próximo 26 de enero. Es el director más joven que ha estado al frente del Concierto de Año Nuevo, cuya media de edad ronda los 50. El más joven antes que el venezolano fue Josef Krips (nos remontamos a 1946), que lo dirigió con 44; Clemens Krauss y Willi Boskovsky, lo que más veces lo han dirigido –el primero, 13; el segundo, 25–, tenían 46 cuando les tocó el turno. En el lado opuesto, el más veterano fue el maestro Georges Pretre: tenía 84 la primera vez y 86 la segunda y en ambas ocasiones, sobre todo en la primera, hizo gala de una maestría, vitalidad y frescura inusuales para casi un nonagenario. El predecesor de Dudamel, Welser-Most, contaba 51 y Barenboim, 67.