Una coincidencia más o menos sarcástica ha puesto en relación la Navidad con el estreno de Elektra en el Liceu: la apología de la familia cristiana en oposición a la tragedia feroz del mito griego, pues es Electra quien venga el adulterio y el crimen que su madre cometió contra Agamenón, y quien utiliza a su hermano, Orestes, para ultimar el ajusticiamiento en la bacanal de la sangre.
La versión de Richard Strauss no tiene que ver con la idealización romántica de los mitos griegos. Entronca con la irrupción del psicoanálisis y se atiene a una estética implacable y expresionista. Nada hay más lejos de la sagrada familia que la familia de Electra. Ni puede que exista un montaje más doméstico, en sentido familiar, del que concibió Patrice Chéreau cuando estrenó en Aîx-en-Provence (2013) el hito teatral que ha recalado ahora en el Liceu.
Es la obra maestra y póstuma del cineasta francés. Una dramaturgia esencial, árida, incluso claustrofóbica que antepone el desgarro humano al antecedente mitológico. La propia escenografía de Richard Peduzzi -un cuadro único- compagina la arquitectura grecolatina con la puerta de un garaje. Podríamos estar en Atenas en 2016. Y en cualquier ciudad contemporánea arraigada en el determinismo o en el fatalismo de los propios orígenes. Roma, Split, Estambul, urbes cuyos mitos remotos y viejas raíces ahogan la expectativa del futuro.
La Elektra de Chéreau es contemporáneamente antigua. Y es una mujer vulnerable, epasmódica, tan desdichada en la tragedia familiar como en el vacío que le proporciona la venganza. Por eso los últimos compases parecen el estruendo de una ejecución en el patíbulo. Y sirven de estímulo al desahogo de los espectadores, tan involucrados en la vicisitudes del drama familiar que necesitan partirse las manos a aplaudir y quedarse afónicos de tanto jalear el trabajo introspectivo de Evelyn Herlitzius. La caída del telón -simbólica, en este caso- precipita la catarsis. Exorciza la tensión acumulada. Y condecora a la soprano germana en el viaje del dolor a la apoteosis.
Fue ella quien estrenó el montaje en Aîx y quien ha sido su misionera en el recorrido de Milán, Nueva York y Dresde. Tanto se identifica con el papel, con la heroína de Strauss y con el montaje de Chéreau, que se ha convertido en una expresión artística indisociable. Y no sólo por la proeza de sujetar la ópera como una cariátide sujeta un templo -110 minutos consecutivos en escena-, sino por la implicación absoluta en los requisitos vocales, la valentía en los pliegues psicológicos, la relación orgánica con la música de Strauss, como si fuera ella quien predispone la partitura y no al revés.
Puede que Elektra sea la ópera del repertorio que lleva más lejos la relación entre el título y el papel protagonista. Ejerce el personaje una responsabilidad gravitatoria. Da sentido a los demás personajes. Los ilumina y los lleva a la oscuridad. Los termina sometiendo.
Sucede también en Barcelona. Herlizius pone en órbita un reparto de extraordinaria cualificación. No sólo por la aristocracia vocal de Waltraud Meier en su orgullosa decadencia, sino por la imponente actuación de Adrianne Pieczonka. Y hasta por la motivación de los papeles subalternos, pues nada hay pequeño en este acontecimiento. Ni siquiera las mujeres que barren el polvo de los tiempos en la inquietante introducción.
Lo sabe Josep Pons en el magma del foso. Y proporciona una versión de sesgo vanguardista y de tensión telúrica, punto de encuentro conceptual entre el mito de Electra oprimiendo a Elektra hecha carne.