En ópera es prudente acostumbrarse al revival. Hay producciones, sea porque toca amortizarlas o porque han cosechado un éxito atronador, que vuelven a los escenarios como si fuera el eterno retorno nietzscheano. En los teatros de más solera -léase Nueva York o Londres- hay montajes recurrentes que se mantienen durante décadas para mantener vivas ciertas óperas sin tener que invertir continuamente en nuevos equipos creativos: mientras se revive la partitura y se recurre a una escenografía funcional, se van renovando las voces y se perpetúa el hechizo.
Estas Bodas de Fígarosegún Lluís Pasqual ya se estrenaron en el Liceu en 2008 y se rescataron en 2012, así que es la tercera vez que la magistral colaboración entre Mozart y Da Ponte sube al escenario con el mismo vestuario, las mismas vidrieras y los mismos recursos cómicos. Más allá de que habría que ser un liceísta empedernido para haber asistido a los tres pases, rescatar la producción tiene su sentido: cualquier excusa es buena para sumergirse en Le nozze, la producción pone todo su empeño en facilitar la comprensión de una acción embarullada, y las risas están garantizadas.
Estamos acostumbrados a la novedad constante, y por supuesto que hubiera sido mejor asistir a un estreno absoluto, pero entre esperar algunos años más o quitarse rápidamente el mono de hits mozartianos como Porgi amor, Non più andrai farfallone amoroso o Dove sono i bei momenti, más vale una reposición. Cierto es que en otros teatros los revivals se alternan con un estreno -recurso legítimo para tener la taquilla echando humo-, pero todo llegará. Por hoy, saciamos el hambre de Figaro.
Máxime cuando la producción de Pasqual, sin ser deslumbrante, se demuestra completamente fiable: peca de esa rigidez respetuosa que no innova en vestuario -es como un episodio de Downton Abbey, para entendernos-, y algunos movimientos, como cuando Susanna se oculta del Conde en el acto segundo, no acaban de ser creíbles. Sin embargo, la trama fluye, los enredos son adecuados para tan «loca jornada», y la ejecución musical está a la altura de lo que exige una noche de Bodas.
Dirige Josep Pons y su batuta logra que la orquesta toque como si fuera un cauce de agua. Todo esto suena aún mejor con buenas voces -un Figaro sin voces competentes siempre es una catástrofe-, que a la vez configuran un casting creíble.
El Fígaro de Kyle Ketelsen no es rotundo, pero es sólido tanto en sus momentos de ingenio como en los de despiste. La Susanna de Mojca Erdmann es, por su parte, fiel al personaje: dulce y avispada, redondeada con una línea de canto muy pura que quizá se desgastó un poco al final, mientras que Anett Fritsch estuvo impoluta en su papel de la Condesa, frágil y doliente, pero a la vez orgullosa, con un canto que parecía ingrávido. El Conde de Gyula Orendt fue equilibrado: mitad patán, mitad depredador sexual, sólido en la voz.
El quinto papel fundamental, Cherubino -interpretado por Anna Bonitatibus-, fue el más arriesgado: la mezzo italiana le dio un aire barroco a Voi, che sapete, aria adornada con coloraturas imprevistas, audaces, que rompían lo previsible, y que apuntalaron el alto nivel musical a esta ópera que, no por conocida, más vale no dejar escapar. Argumentos suficientes para no pedir todavía el divorcio y reservar asiento.