Torroella de Montgrí. 18/8/16. Auditori Espai Ter. Granados: Goyescas (Selección: Quejas o la maja y el ruiseñor, Amor y la muerte: Balada, Epílogo: Serenata del espectro). Albéniz: El Albaicín. Gershwin: Tres preludios. Rachmaninov: Preludio op. 32 nº 11 en si mayor y Preludio op. 3 nº 2 en do sostenido menor. Ravel: Gaspard de la nuit. Joaquín Achúcarro, piano.
Una presencia de un cuarto de siglo y de la manera que ha tenido lugar en el caso de Joaquín Achúcarro, lo han convertido en una institución del Festival Torroella de Montgrí, que ha llegado a su edición 36 comandado por la dirección de Joventuts Musicals. Granados y Ravel, que abrían y cerraban el programa, eran los dos desafíos de enjundia que presentaba Achúcarro, secundados por Albéniz, Gershwin y Rachmaninov. La primera parte comenzó con la selección de tres piezas de Goyescas, que terminó por convertirse en un verdadero homenaje de fidelidad a la obra de Granados, gracias a un trabajo de honestidad y profundidad artística, muy lejos por ejemplo del alcance de grandes instituciones en nuestro país, que en el año del compositor han pasado de puntillas por su música.
Esto Achúcarro lo comenzó a hacer antes de sentarse al piano, porque dedicó unas reflexiones inspiradoras sobre la partitura. Y ahí comenzó a transmitir su lectura de la obra, que después escuchamos en el piano. Las Goyescas como una enorme trágica historia de amor entre el Majo y la Maja, la compleja yuxtaposición de emociones que impregna El Amor y la Muerte del segundo cuaderno de Goyescas… en definitiva, el amor y la muerte enlazados y explicados en el piano de Granados como casi nadie hoy puede hacerlo. Achúcarro es capaz siempre de mantener lo esencial en las dos manos, para que lo secundario no empañe el lirismo que es capaz de hacer brotar del instrumento.
Existe una capacidad en el pianista bilbaíno -que trasciende la técnica pero se alimenta de ella- para generar atmósferas de elocuencia inmediata. Uno es incapaz de trasladarlo al lenguaje -también en esta revista en la que pretendemos poner la palabra al servicio de la música- pero en su administración del sonido, en su juego de pedales… hay algo que inmediatamente le traslada con claridad pasmosa al oyente: “esto es único, este momento es irrepetible”. Eso es lo que sucedió constantemente en las tres piezas de Goyescas maravillosamente entretejidas. Sin duda en un emocionante final de “El amor y la muerte” tras la muerte del Majo, -esa “felicidad en el dolor” como lo describe el mismo pianista- donde Achúcarro hizo crepitar con un sentido propio cada uno de los acordes construidos sobre la octava de sol que sonó inapelable como el destino. También finalmente en el juego macabro del espectro que se marcha pulsando las cuerdas de la guitarra, coronado por un gesto de Granados que podremos encontrar poco después en Falla y más tarde en Ginastera, esas cuartas desde el mi que Achúcarro cuidó con precisión individualizada. Antes de recuperarnos de la carga dramática, el Albéniz que cerró la primera parte fue enérgico, vivo y con el carácter bohemio y canalla de esta música, manejando los ambientes asimétricos con rotundidad, desde el perfume a soledad del Albaicín y sus vericuetos orgánicos, acuáticos y vegetales, trasladados a un sonido riquísimo en matices y siempre equilibrado.
La vitalidad que derrochó desde el primero de los tres preludios de Gershwin -que arrancó literalmente un “¡ahí va!” de una señora de las primeras filas- la retomaría al final en un bis debussyniano. Tras Gershwin, transitó con intensidad por los preludios de Rachmaninov, perfectamente dispuestos antes de Gaspard de la nuit, especialmente en el op. 32 núm. 11, de factura brillante y sólida.
Pero si con algo cautivó Achúcarro fue con Gaspard de la nuit, una obra esencial en la producción pianística raveliana y occidental: un poema romántico de Aloysius Bertrand magistralmente transformado en la partitura que estrenó en 1909 el leridano Ricard Viñes en la emblemática Salle Érard de París. Hay que recordar que el legendario pianista catalán no fue sólo quien estrenó la obra, sino que está en el mismo origen de su inspiración, puesto que fue él quien en 1896 le dio a conocer a Ravel los versos de Bertrand.
Une clarté piqua les ténèbres; es así, a la claridad se llega a través de la tiniebla. Lo escribe Bertrand y le responde Ravel con una poesía sonora lejana, irreal y fantasmagórica, a veces con un ostinato macabro como el si bemol que no es más que la campana de una iglesia que hace de envoltorio sonoro a la imagen de un ahorcado, a veces con una escritura precisa que es capaz de explicar la tristeza de una gota de agua que se debe fundir con el mar. Y todo ello, salteado de desafíos técnicos como las fusas que se disparan en la mano izquierda al inicio del tercer poema.
Las últimas palabras de Achúcarro antes de abordar la partitura fueron para sostener que mientras existan pianistas se seguirá oyendo Gaspard de la nuit. No estoy seguro de volver a escuchar algún día en una sala una versión a la altura de la que él ofreció. No hablamos de velocidad de ejecución, sino de sabiduría, otro tipo de precisión normalmente inalcanzable. Si quieren ver y escuchar un espectáculo acrobático tienen ahí unos cuantos pianistas en el panorama internacional, no hace falta dar nombres. Si quieren escuchar, revivir y entender algo de partituras tan sublimes y complejas como Gaspard de la nuit, ahí tienen a Joaquín Achúcarro, que sigue resistiendo el paso del tiempo. Con un trabajo minucioso, fue capaz de dotar siempre de fluidez a la partitura, a través de una producción orgánica y espontánea de los infinitos matices que esconde la poesía noctámbula de Ravel, porque todo es ya una segunda piel en el piano de Achúcarro. Un piano visceral pero que ha transitado la reflexión intelectual -y de qué manera- genuino, conectado con el pulso histórico del instrumento y de cada una de los compases que han brotado de las manos de un compositor, para poder insuflarlos de vida aunque haya pasado un siglo. Como afirmaba en su sustanciosa entrevista para Platea Magazine, la labor del intérprete es “averiguar el pensamiento y sentir del compositor y entregarlo lo más claramente posible a quien nos escucha”. ¿Cuántos lo han olvidado?
Rara vez me he sentido más entre semejantes que en esta ocasión, en un auditorio atento, respetuoso y cálido a la vez con el trabajo de Achúcarro, finalmente en pie en las sucesivas propinas -hasta cuatro, entre las que destacaría un cristalino Nocturno de Grieg y un espléndido Général Lavine, excentric de Debussy- y que podía haberse quedado una hora más sin moverse ni pestañear. Todos teníamos la certeza de estar oyendo la poesía sonora de un pianista en muchos sentidos único e irrepetible, y seguramente no nos equivocábamos.